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Segundas oportunidades

Francisco Gutiérrez Sanín
18 de noviembre de 2022 - 05:30 a. m.

Al programa de paz total —es decir, al esfuerzo de llegar a un acuerdo concertado con los grupos armados no estatales más significativos que siguen operando en el país— se le han venido haciendo toda una serie de reproches. Casi todos ellos giran alrededor de la inconveniencia de dar una segunda oportunidad a quienes traicionaron la paz, es decir, a las disidencias de las Farc, así como a otros que, según se arguye, solamente se interesan en la captura de rentas.

La debilidad de esta posición se puede evaluar desde dos simples perspectivas. La primera es la inexistencia de alternativas plausibles. Está bien, no hablemos con ellos. ¿Y entonces qué? Ya hay precedentes que permiten pensar la respuesta. El Gobierno de Duque, verbigracia, dijo que los aplastaría. Pero su desempeño en este terreno también fue deplorable. Creyó que los pondría en su sitio a punta de violencia verbal (“Narcotalia”, etc.) y armada. Mientras tanto, les daban bala sin cansancio a los campesinos, sin que eso detuviera el crecimiento incesante de los armados.

Cierto: es claro que muchos de los que critican la idea de negociar con las disidencias tienen reparos frente al gordito untuoso, pero brutal, que tuvimos de presidente y proponen otra cosa. Si he entendido bien, la idea básica es la siguiente: ofrézcanles sometimiento, no negociación. ¿Y si no aceptan? La pregunta por “las condiciones de entrada” es fundamental en los procesos de paz. ¿Qué tal que la oferta de sometimiento no funcione? Al fin y al cabo, parece que en el terreno a algunos grupos no les está yendo tan mal. ¿Y entonces qué opción le queda al Estado? ¿Castigarlos con el látigo de la indiferencia? No es muy buena idea, frente a miles de personas en armas.

La segunda perspectiva es la de la consideración de la terminología misma que se usa para expresar los reparos. Si se habla de “traición”, surge la pregunta de quién empezó primero. En este terreno, las cosas son más bien complicadas. Desde la firma del Acuerdo Final —después de un absurdo plebiscito, impuesto unilateralmente por el Gobierno nacional, que propinó una herida brutal al proceso de implementación— el Estado colombiano incumplió masivamente sus compromisos. No hablemos ya de la desestabilización deliberada del Acuerdo que se vivió durante la administración Duque. Ni del entrampamiento por parte de la Fiscalía y la DEA a dos dirigentes de la guerrilla desmovilizada —Santrich y Márquez—, algo que en esencia ya sabemos que ocurrió (el margen de duda razonable aquí es muy muy bajito). Tal operación simbolizó de una manera poderosa la incapacidad o falta de voluntad del Estado colombiano para proveerle seguridad jurídica y/o física a gente que había entregado voluntariamente las armas. Ya cientos de ellos han sido asesinados.

La sombra de esta experiencia afecta, y lo seguirá haciendo, los esfuerzos pacifistas.

El contexto político cambió, para bien. Y ahora la cuestión, más allá del lenguaje melodramático de “traiciones”, “perfidia” y “reconciliaciones” (muy adecuado para un buen culebrón, no necesariamente para este tema particular), no es si les queremos dar una segunda oportunidad a las disidencias, sino si se la queremos dar al Estado. Esto se ve claramente si se analiza el problema desde lo que pasó, no sólo desde la parte que me conviene contar. Es decir, si se sinceran tanto la retórica como su contenido.

Para comenzar a hacerlo, consideremos uno de los principios subyacentes que informan la crítica: la paz no puede ser una puerta giratoria. Correctísimo. Precisamente por ello y para arribar a una vida pública desarmada, el Estado debe aspirar a construir un “punto cero”, político y simbólico, que comprometa a todos y en el que haya incentivos poderosos para que todos los involucrados se mantengan dentro de las reglas democráticas. Pero el convocante, el Estado, tiene que ser el primero que cumple. Sólo así podremos construir sobre terreno firme.

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