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Sorpresas te da la vida

Francisco Gutiérrez Sanín

23 de marzo de 2023 - 09:05 p. m.

Permítanme comenzar con dos confesiones. Primera: dado el mundo en el que me tocó vivir, he creído estar más allá de cualquier sorpresa. Segunda: día de por medio, esta descabellada ilusión mía recibe golpes brutales.

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El último de estos ha sido la reacción de diversos sectores de opinión y políticos a las reformas que está presentando el Gobierno. Distintos líderes políticos y gremiales pero también medios de comunicación —apoyados en supuestos expertos, buena parte de los cuales son de pacotilla— han dado en la flor de explicarnos a los colombianos que si se les dan prestaciones sociales a las muchachas de servicio o se les vuelven a pagar horas extras a los guachimanes caeremos irreparablemente en el comunismo. O que si se regulan los despidos de trabajadores estamos a las puertas del chavismo. O que si al Congreso le toca trabajar (háganme el bendito favor) estamos frente a una tremenda tragedia humana. O que si se respetan derechos humanos básicos (como no dispararle a la población) entonces toca lanzar una campaña de “libertad y orden” e invocar a Bukele. Nota al margen: cuando el modelo Bukele se presenta a los colombianos como la gran tabla de salvación, los supuestos defensores de la democracia, los lozanos, molanos y demás, callan como bacalaos. Lo que refrenda de manera contundente varias de las cosas que he venido diciendo aquí.

Es claro que la sustancia de toda reforma está abierta a la discusión —y a discusiones duras—. Pero la posición puramente reactiva, la lamentación primitiva porque no se margina, excluye o mata a la gente más vulnerable (porque de eso se trata), no tiene defensa alguna. Ni política, ni económica, ni social, ni estéticamente. Tampoco desde el punto de vista de un conservatismo ilustrado que tenga horizontes temporales relativamente amplios. Pues gobernar a punta de bala durante décadas es posible (como lo demuestra Colombia, precisamente), pero tiene costos prohibitivos, también para distintos sectores de las clases medias altas y de las élites. Por ejemplo, a un conservador ilustrado se le podría ocurrir que de pronto a través de un poco de inclusión se podría obtener algo más de seguridad.

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El contraste con el debate que se desarrolla en la actualidad en Reino Unido con respecto de la Policía londinense es revelador. Después de descubrir que un par de agentes habían cometido crímenes serios, los ingleses comisionaron un reporte sobre el comportamiento de la agencia. El informe, que contó con el apoyo de Scotland Yard, llegó a la conclusión de que la Policía de Londres estaba afectada por misoginia, homofobia y racismo sistemáticos, y que había que pensar seriamente en disolverla (para crear una nueva agencia) o en hacerle un rediseño a gran escala. Con todos los horrores y problemas por los que pasa aquel país, con todo su conservatismo y esclerosis, el sistema político y las instituciones británicas siguen atentos a las señales de malestar para introducir mejoras allí donde se necesitan. Aquí la reacción automática de una parte significativa de nuestra dirigencia y medios a cualquier asomo de inclusión o de corrección es la histeria. Como las señales que permitirían el mejoramiento se bloquean, el avance resulta o imposible o brutalmente costoso. Lo que explica en buena parte por qué somos lo que hemos sido y por qué estamos en las que estamos.

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Nuestro elitismo iguazo, cuyo mundo se reduce al parque de la 93 y a Miami, no registra estas cosas. Esto sí que no me sorprende. Pero imagínense qué pasaría si se planteara algo semejante en nuestro medio.

El Gobierno no lo está haciendo. Su camino ha sido el de las coaliciones y el de la moderación. El Gobierno mismo, claro, necesita de fuertes señales correctivas. Pero esta experiencia reformista por la que estamos pasando, en democracia, debería ser una lección para todos: para poder salir del apetito inmediato. Ojalá no la desaprovechemos.

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