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NO PUEDO CREERLO TODAVÍA, PERO es un hecho: los cincuenta años de la muerte de Alfonso López Pumarejo van a pasar totalmente inadvertidos. Nadie va a decir ni mu.
Ni el Gobierno, ni la oposición, ni su partido político, ni su departamento, ni los sindicatos, ni la prensa, ni la academia con la que tuvo tan extraña relación (entre admirativa y desafiante), ni su Tolima, ni su ciudad adoptiva, ni los anglófilos que él representó hasta el límite de la caricatura, de pronto ni siquiera su progenie: silencio total. Como en la proverbial casilla de los sondeos de opinión, el país “no sabe o no responde”.
Es un mal, un lamentable olvido. Pues López Pumarejo fue un estadista de talla, cuya trayectoria deja innumerables enseñanzas. Destacaría al menos tres. Primera, el enorme valor del reformismo y de la incorporación social. Denunció las lacras de la desigualdad extrema y promovió una agenda larga, a veces un tanto desordenada, de reformas. Un punto focal de ella era una transformación a fondo de las estructuras agrarias del país. Consideraba López, con una lucidez que no ha perdido nada de su vigencia, que aquellas eran subóptimas para todo el mundo, pues no sólo distribuían mal los derechos de propiedad, sino que los definían pobremente. Desde ambas perspectivas (inequidad más allá de todo límite razonable, pésima regulación de los derechos de propiedad) estamos hoy mucho peor que entonces, pero el diagnóstico no ha perdido vigencia. Segunda, el papel transformador de la audacia. Es cierto que López nunca fue tímido para “vender”, como se dice ahora, sus propios éxitos, pero también lo es que su propia versión según la cual él tuvo un papel principalísimo en el derrumbe de la Hegemonía Conservadora en 1930 —en un momento en que nadie daba un peso por la alternación en el poder— se mantiene en todos sus contornos básicos. Como muchos de sus contemporáneos de la República Liberal, López fue un personaje de visión amplia, con ocasionales atisbos luminosos, que pensaba al país y al Estado. Pese a sus altibajos como gobernante y como persona —pues para desgracia de Colombia este hombre extraordinario tenía también algo de aventurero político, de tahúr que se desentiende de los resultados por el puro placer de jugar— siempre mantuvo una dignidad básica, un sentido de la historia y del Estado que hoy también siguen siendo ejemplares. No puedo dejar de hacer, con un estremecimiento de asco, el contraste con la gentuza que sale hoy en día en los periódicos, proclamando jubilosa “empeloté a la oposición”.
Tercera, la tolerancia. Eso lo hermanaba, paradójicamente, con esos republicanos de Carlos E. Restrepo a los que detestó con no tanta cordialidad. Pero López tuvo siempre la capacidad de ponerse fácilmente en los zapatos de sus contradictores, aun de sus enemigos. De pronto demasiado fácilmente, y algunas de sus maromas y transacciones resultaron trágicamente mal. Pero qué pedagógico resulta ese legado suyo hoy. Me parece que su maravilloso aforismo “gobernar es conversar” encapsula un espíritu de inquietud, democracia e inteligencia que se ha perdido casi del todo en este vecindario nuestro de gritones.
No creo que sea tarea de un analista o un historiador dedicarse a rotular a los personajes de un período como “buenos” o “malos”, o crear una especie de telenovelón con héroes puros y antagonistas traicioneros. López estuvo rodeado de numerosos compañeros y contradictores (casi siempre las dos cosas al mismo tiempo), algunos de ellos a su manera personajes notables por derecho propio, como Gaitán, Alejandro López, Carlos Lleras, Alberto Lleras, Eduardo Santos. Sí, claro, era otra clase política. No dejemos perder esa herencia.
