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Un aniversario

Francisco Gutiérrez Sanín

01 de noviembre de 2024 - 12:05 a. m.

En 1924, Hitler escribió, con un poco de ayuda de varios amigos, lo que sería su “obra maestra”, Mi lucha. No es un texto serio. Se trata de un mazacote de lugares comunes, recuento autocompasivo de su propia experiencia, antisemitismo y morralla seudointelectual. El libro en sí tiene su propia historia: se vendió a cuentagotas, hasta que el dictador llegó al poder y logró convertirlo en un best seller que lo enriqueció (claro: tenía otras fuentes de rentas).

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Dados los tiempos que corren, vale la pena volver a él por varias razones. Una de ellas es simplemente constatar el poder del odio: del odio crudo, en estado puro. Entender esto implicaría no caer en interpretaciones demasiado rectilíneas —y por eso condenadas al fracaso— de los peligros que afronta el mundo actual. Por ejemplo, leo, en la prensa de aquí y de otras partes, la siguiente interpretación de las elecciones estadounidenses que se avecinan: los demócratas representan la razón, los republicanos apenas las emociones. Eso no es cierto, desde muchos puntos de vista. Cada parte apela a la cabeza y al corazón, como tendría que ser. Ya Aristóteles decía que la retórica estaba compuesta por tres elementos: razón, reputación y emocionalidad (espero que los expertos sean benevolentes con esta referencia de un lector casual pero cuidadoso). Cada una cultiva sus pulsiones violentas. Cada una tiene sus expertos y talentos. Trump no gozaría de su gran base social si no hubiera contado con gente de primera, experta en atraer electores.

En efecto: los proyectos de odio generan su propio personal. Atraen, claro, a lagartos, paquetes y mediocres; todo ese submundo de charlatanes en busca de un reconocimiento y de una posición, al que pertenecía verbigracia el propio Hitler. Un puesto acá, una embajada allá, eso nunca hace daño. Esas gentes en todo caso hacen bulto, juegan algún papel y aportan al coro destemplado. Pero el odio también puede resultar atractivo para un conjunto de tecnócratas competentes, capaces de aislarse de toda empatía, pero también de preguntarse seriamente cómo hacer las cosas: ¿cómo armar los campos de concentración? ¿Cómo derrotar al enemigo? ¿Cuáles son los mejores medios para quemar viva a la gente? Menos brutalmente: ¿cómo atraer al electorado? Ellos, en las experiencias de ayer y hoy, no necesariamente comparten las bajas pasiones, pero sí algunas de las ideas y de los objetivos, del liderazgo y de los proyectos a los que contribuyen (hay un libro maravilloso sobre esto: Creer y destruir). Naturalmente, también han estado fascinados por la perspectiva de ascender, enriquecerse, mandar. Por último, el nazismo también interesó a figuras de primera línea, que siguen siendo leídas en todo el mundo (también entre nosotros, y me temo que en algunos casos de manera más bien acrítica). Tipos como Heidegger y Schmitt, que de hecho nunca se arrepintieron de su toma de posición, aún después de las pilas de cadáveres que costó toda la experiencia. Aquí no hemos tenido esa crema y nata superior, por razones complejas, que en algún momento valdría la pena tratar.

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El punto un poco espantoso es que la razón, incluso en sus niveles más sofisticados, y las pasiones más miserables, son plenamente compatibles, al menos en algunas coyunturas históricas. Quien captó de manera más poderosa esa profunda ambigüedad fue Goya, con ese aguafuerte suyo que se llama Los sueños de la razón producen monstruos. Un tipo está dormitando, recostado sobre una mesa, y a su alrededor aletea toda clase de animales siniestros. ¿Cómo interpretar la frase y la obra? ¿Los monstruos aparecen cuando la razón se va a dormir? ¿O es más bien que, cuando empieza a fantasear y a empujar los límites de lo posible, la razón genera horrores sin cuento? Creo que ambas interpretaciones son correctas, y hay varias experiencias históricas que respaldan a cada una.

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