En las últimas semanas, la extrema derecha global sufrió dos derrotas relativas en sendas elecciones cruciales. En Estados Unidos, la versión trumpista de los republicanos conquistó una exigua mayoría en la Cámara y poco más, pese a que las encuestas predecían que obtendría una victoria arrolladora en las parlamentarias de mitaca. En Brasil, Bolsonaro perdió frente a Lula, aunque por un margen mucho menor del esperado.
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En las últimas semanas, la extrema derecha global sufrió dos derrotas relativas en sendas elecciones cruciales. En Estados Unidos, la versión trumpista de los republicanos conquistó una exigua mayoría en la Cámara y poco más, pese a que las encuestas predecían que obtendría una victoria arrolladora en las parlamentarias de mitaca. En Brasil, Bolsonaro perdió frente a Lula, aunque por un margen mucho menor del esperado.
En ambos casos, los extremistas enfrentaron dos grandes problemas: los partidistas y los institucionales. Ahora bien: podría parecer sorprendente, pero los partidistas podrían ser los más difíciles de resolver. Consisten en lo siguiente. Los extremistas han logrado conseguir una base muy amplia y fiel, que además puede castigar a los políticos conservadores que no estén sintonizados con sus demandas. Esta base es radical y tiene preferencias, amores, temores, odios muy intensos. Así que muestra una clara tendencia a decantarse por candidatos excéntricos, cuya probabilidad de ganar es baja. Es decir, no le importa, o ignora, que está jugando un “juego anidado”: dentro de su propio partido o corriente, pero también de cara a la opinión pública en general. Este no es un problema exclusivo de la derecha, claro. Cuando los partidos o las fuerzas políticas se vuelven prisioneros de activistas con preferencias muy intensas, lo suficientemente fuertes como para ganar disputas internas pero no para vencer a sus adversarios, pueden terminar estancados en un equilibrio que les garantiza tanto la fidelidad y la pureza como la derrota (la idea no es mía; está expuesta, de manera mucho más sofisticada, en el ya clásico libro de Tsebelis llamado precisamente Juegos anidados).
Que esa tensión permanezca depende de varios factores. Verbigracia: el grueso del electorado ha de estar dispuesto a preferir candidatos sensatos. También: los líderes de la derecha convencional deben tener la capacidad de distanciarse de sus extremistas y de no ceder a chantajes. Estos mecanismos a veces funcionan, a veces no.
Las restricciones institucionales características de la democracia liberal también, claro está, constituyen un estorbo para los planes de los trumps y bolsonaros. Para poner el ejemplo obvio: dificultan que un presidente pueda eternizarse en el poder a punta de intimidación y fraudes electorales. Los extremistas han tratado de enfrentar esto a través de un expediente simple y poderoso: reformar y colonizar las instituciones pertinentes, para que sean más dúctiles. Por ejemplo, han impulsado en sus respectivos países ofensivas en gran escala contra el sistema electoral y contra diferentes pesos y contrapesos. También han tratado de instalar personal favorable a sus posturas radicales en posiciones claves. Es decir, pretendieron producir gradualmente cambios que fueran irreversibles (o MUY difíciles de retrotraer, una vez instaurados).
A menudo fracasaron, pero es mejor no ilusionarse con su tasa relativamente baja de éxito. Con que obtengan un par de victorias, pueden no solamente ir adaptando las reglas a su juego, sino también galvanizando y controlando a su base social y a sus coaliciones de apoyo. Por ejemplo, Trump logró tener incidencia significativa sobre la composición de la Corte Suprema estadounidense, poniendo a tres magistrados de nueve (si mal no recuerdo); también puso una cantidad muy grande de jueces federales. Esta es una de las razones por las que ha contado con el apoyo de diversos sectores que, en otros sentidos, lo consideran personaje cuestionable: obtuvo desde la fracción extrema de los republicanos logros duraderos que todos ellos celebran como suyos.
En fin, los extremistas mantienen un respaldo enorme entre diferentes sectores, tienen múltiples apoyos dentro de las instituciones y siguen impulsando sus causas y mentiras antidemocráticas (perdieron porque les robaron las elecciones, etc.). No están para nada desmoralizados o derrotados. Pero sí sufren de tensiones difíciles de resolver, aunque parte de ellas podrían administrarse si logran adaptar las instituciones a sus propósitos. El pronóstico de su futuro dependerá críticamente de la capacidad de los defensores de la democracia de hacer buenos gobiernos —y buena política—.