Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
SAMUEL MORENO —QUIZÁS PRESIOnado por el alud de críticas que le cayó por la inactividad de su administración— decidió establecer el pico y placa durante dos días completos.
La medida tiene tanto de largo como de ancho. Ciertamente, no soluciona la necesidad de establecer un rumbo claro y capturar la imaginación tanto de la opinión pública como de auditorios críticos. En fin, ya veremos cómo funciona la cosa.
Lo que sí definitivamente hay que detener es la propuesta, que ha ido haciendo carrera entre algunos concejales, congresistas y figuras públicas, según la cual, como el carro de cada quien va a operar menos, entonces hay que rebajar los impuestos. Es errónea —de hecho, bastante ilógica— en su sentido literal. Imagínense ustedes que un alcalde diera con la fórmula mágica para reducir el tiempo que cada uno de nosotros pasa en el transporte, por ejemplo en un automóvil. Estoy seguro de que muchos ciudadanos estarían dispuestos a pagar un poco más de impuestos por estar menos tiempo sentados delante del volante. Totalmente al revés de lo que establece la iniciativa que estoy criticando. Los impuestos, en general, no se pagan por minuto o por hora. Si fuera así, ¿no tendrían los rumberos —que con frecuencia duermen fuera de su casa— derecho a una rebaja en el predial, y los que no leen un libro ni les pasa por la cabeza salir a trotar no estarían exentos de la tasa de cultura y deportes?
Basada en un razonamiento traído de los cabellos, la propuesta es tremendamente deletérea en su espíritu, en sus efectos indirectos. Alcaldes tan disímiles como Mockus, Peñalosa y Fajardo (este último en Medellín), tienen en común haber generado un notable milagro urbano —en términos de seguridad, de transporte, de amoblamiento, de desarrollo— y haber sido excelentes captadores de impuestos. Mockus llegó hasta el extremo de prometer más impuestos en su campaña (y ganar), cosa que se ve con muy poca frecuencia en la política competitiva. Los bogotanos (y después los paisas) siguieron con entusiasmo esta modalidad de gobierno porque entendieron que promovía las acciones colectivas, y veían que su plata no se iba por el caño de los negociados, sino que se invertía. Captar impuestos con energía y eficacia tuvo un enorme impacto material —las obras se hacen con plata, a los niños se les da educación con plata— pero también simbólico. Mostraba que los ciudadanos contaban con un referente colectivo, y que tenían horizontes suficientemente altos como para salir de los dilemas sociales característicos, en los que cada quien busca salvarse como pueda y, al final, todos terminan peor.
Los milagros urbanos de los que ha gozado Colombia durante un largo período —quince años en Bogotá, cerca de cinco Medellín— son un importante y sólido patrimonio de gobierno, uno de los pocos contemporáneos con que contamos para reconstruir este país. Hay que estudiarlo y evaluarlo con cuidado. Obvio, no hay que edulcorarlo; también es preciso entender sus problemas y sus límites. Pero es menester defender activamente lo que se ha conquistado. ¿No valdrá la pena que se coordinen esfuerzos para oponerse pública y sistemáticamente a esta absurda petición de rebaja de impuestos?
