Esta semana quería hablar de Gaitán, pero me tocó hablar de Uribe. No me pone feliz. Cierto: de alguna manera se relacionan. Ambos han tenido una influencia larga y duradera en el país. Son íconos. Ambos provienen de la entraña del Partido Liberal. Ambos apelaron directamente al pueblo. Pero hasta ahí llegan los parecidos básicos. Gaitán, una víctima real, representó un liderazgo profundamente positivo, basado en la promesa de la ampliación social y política de nuestra democracia. Digo esto a sabiendas de que hay reevaluaciones de su figura. Por lo que he alcanzado a ver, no son ni particularmente interesantes ni impresionan mucho, ni ponen en cuestión lo que acabo de decir. Uribe, en cambio, es a mi juicio la encarnación de un liderazgo muy negativo, brutalmente hostil a los derechos humanos, también a los de la oposición, basado en el intento de alinear a todas las élites, las legales y las ilegales, y a sus numerosas áreas de intersección. Esa operación contó, al menos al principio, con el apoyo del mundo “técnico” y “decente” y con el de los Estados Unidos, bajo la sombrilla de la guerra contra el terrorismo. Pero fue demasiado lejos y, además, las circunstancias, globales y colombianas, cambiaron. Por eso estamos en las que estamos.
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Tengo que confesar que la declaración de Uribe ante el hecho de que se le hubiera abierto juicio me pareció escandalosa. Es una réplica, en mala prosa, del fabuloso poema de la Pobre Viejecita. Uribe, que sigue siendo una de las personas más poderosas del país –y cuyo simple esquema de seguridad, pagado por el Estado, cuesta una fortuna—, nos dice a los colombianos que carece de la posibilidad de defenderse de sus enemigos. Pero entonces, ¿quién la tendrá?
Esta retórica es insostenible, y resulta fácil entender por qué. La política, en efecto, tiene un lado público, que puede observar cualquiera, y uno oculto, que gentes valientes y tercas han buscado esclarecer. Uribe apela constantemente a lo oculto, a lo que se hace tras bambalinas, pero creo que ahí trabajos periodísticos serios y bien documentados lo dejan muy, muy mal parado. La parte pública, la que todos hemos visto a lo largo de los años, permite por otro lado hacer tres constataciones. Primero, Uribe promovió políticas que le han hecho mucho daño al país y que han costado miles –no, por desgracia no es hipérbole– de vidas humanas. Piensen no más en las Convivir y en los falsos positivos. Las defendió públicamente, estigmatizando a las víctimas sin cesar con una brutalidad que aun hoy produce pasmo. Hay evidencias masivas de esto. Segundo, esas políticas violentas lo llevaron a mantener numerosas relaciones peligrosas. También, claro, está el entorno del que viene. ¿No es también público que aun hoy cultiva tales relaciones? ¿No ha apoyado a toda clase de corruptos, pistoleros y matones que hoy hacen parte de su partido? Sin ninguna condena por parte suya. Esta solamente llega con propósitos de autoprotección o de cobro de cuentas, como en el caso reciente de Ciro Ramírez. De nuevo, no hay ninguna exageración aquí; señálenme de lo contrario una excepción a esa regularidad. A propósito: no quiero ni imaginarme por las que está pasando el pobre abo-gángster. Tercero, contra su discurso de pobre viejecita, Uribe ha contado con toda clase de protecciones y complicidades, y ha usado astutamente todas las maniobras judiciales para evadir un juicio sobre lo que es solamente la punta del iceberg de una trayectoria aterradoramente opaca. Renunció a su curul, violando una promesa explícita, para evadir a la Corte Suprema y pasar a la Fiscalía que, en cabeza de Barbosa, en efecto lo protegió contra viento y marea. Ahora que la justicia sigue su curso, se proclama víctima.
No lo es, al menos en este caso. Y todavía está a tiempo para ajustar su retórica. Estamos en 2024, no en 2004.