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A raíz de los terribles ataques del ELN contra la población civil en el Catatumbo –que mandaron al destierro a decenas de miles de personas–, he estado consultando distintas fuentes y tengo la desagradable sensación de que no estamos frente al proverbial “hecho aislado”.
Varios araucanos, por ejemplo, expresan su solidaridad entusiasta y permanente con sus connacionales catatumberos, pero agregan que ellos también, desde hace lustros, sufren una ordalía que se ha cobrado cientos de muertos. El libreto de esa tragedia es conocido. Enfrentamientos del ELN con las FARC; ya sea la fuerza original, que se desmovilizó en 2016, ya sean las disidencias. A propósito: atribuir a los firmantes de paz lo que está pasando, cuando ellos son uno de los principales blancos de estas acciones, es una vileza inaudita (combinada con buenas dosis de estupidez; la receta tampoco contiene novedad alguna). Ataques homicidas contra personas a las que se atribuye la adscripción al grupo contrario. Ataques homicidas contra aquellos que no paguen la extorsión o que, por alguna razón u otra, puedan ser acusados de poner en peligro la posición dominante del grupo en el orden local. Y, naturalmente, el uso del territorio del vecino como santuario.
La situación en Arauca es extremadamente tensa. Necesitamos urgentemente la protección de la población allí.
¿Qué hacer? A los ataques masivos contra los civiles no se puede responder sino con un paquete de medidas que incluya despliegue de la fuerza pública y denuncias sin medias tintas. Esto, claro, aplica a todos los grupos. ¿Pero eso significa que hay que acabar con la mesa?
Definitivamente no, y creo que la medida justa es precisamente la suspensión. Las respuestas puramente reactivas no sirven. Y, a menudo, cuando se toman, el primer perdedor son las poblaciones en cuyo nombre se habla. Propiciar el cierre de la frontera, por ejemplo, las castiga absurdamente, así como a los intercambios legales y constructivos, dejando intactos todos los factores de violencia. Cerrar los canales de comunicación no es una medida particularmente inteligente, a menos de que esté a la mano una victoria militar rápida y relativamente poco costosa en términos humanos. ¿Cuántas de estas hemos tenido a lo largo de la historia?
No se trata de temer una ruptura, sino de apostarle a los intereses a largo plazo de nuestra gente. Lo dijo muy bien el presidente estadounidense John F. Kennedy: “No hay que negociar por miedo, pero no hay que tenerle miedo a negociar”. Independientemente de la valoración que se tenga del personaje (que, por lo demás, en términos de geopolítica era más bien un halcón), la frase es muy buena y revela una visión de “hombre de Estado”. Permítanme recordar que sin esa visión hubiéramos volado en pedazos, debido a la crisis de los misiles. Tanto Kennedy como Kruschev lograron defender los intereses que representaban, en momentos de máxima tensión, sin perder la cara.
Por tanto: firmeza en la capacidad de respuesta y también en ir construyendo la paz posible. Necesitamos ambas clases de firmeza. Hace rato dije aquí que el mundo estaba cambiando en grande, y que era previsible que la pax americana –una sombrilla que cubrió a Europa y a América Latina– se debilitara críticamente. De nuevo: esa sombrilla protegió algunos intereses y a la vez propició cosas terribles, como muchas de las acciones y modos de vida que estaban asociadas a ella y que ahora se van cerrando. No es algo pasajero. Todo eso se está volviendo parte del “mundo de ayer”. Y, créanme, si llegamos al de mañana, al que ya despunta hoy, en medio de un conflicto interno que promete, como los anteriores, ser prolongado y brutal, no nos va a ir bien. Hay que seguir apostándole a la paz, cada vez mejor, de manera cada vez más terca.
Eso me llevaría a hablar de las relaciones Colombia-Estados Unidos (los de Trump), pero se me acabó la cancha.
