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Voces vigentes

Francisco Gutiérrez Sanín

17 de septiembre de 2021 - 12:30 a. m.

Antonio Caballero hizo parte de una generación que transformó el mundo de las letras en Colombia. La setentera revista Alternativa —de la que hicieron parte él, Daniel Samper Pizano, Enrique Santos y, por supuesto, Gabriel García Márquez— encarnó y representó el grito de independencia de la intelectualidad con respecto del mundo de los partidos tradicionales.

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Escribía estupendamente, casi siempre con el mismo estado de ánimo —no indignación, sino una suerte de rabia reconcentrada—, sobre muy pocos temas. Para el lector desprevenido, era sin excepción una delicia leerlo. Para el especialista, sus febriles y enfurecidas seguridades podían resultar a veces extrañas, incluso irritantes. A mí me dejaron de molestar cuando me di cuenta de que Caballero hacía parte de una larga tradición colombiana, la de la diatriba, que tiene exponentes tan ilustres como el Indio Uribe y Ñito Restrepo. Como estos predecesores, no estaba pontificando: estaba pegando un gran, un interminable alarido. Mi intuición es que el género floreció con particular vigor en el país debido a la institucionalización muy temprana —anterior a la de casi cualquier otro país en desarrollo— de una política competitiva muy dura y a menudo violenta. Caballero cultivó la diatriba con un talento y una sinceridad sin par en un país que cambiaba vertiginosamente pero que, a la vez, chorreaba sangre por todos lados. Por todo ello, es —más que merecidamente— un ícono letrado, uno de primera línea, de su tiempo.

Como lo fue el gran Baldomero Sanín Cano, nacido hace 160 años, del suyo. Sanín Cano fue, como Caballero, hombre de muchos talentos. Es conocido sobre todo por dos: crítico literario y analista social. No era tampoco un fondista, sino un velocista: se encontraba a gusto en el mundo de las piezas cortas, coyunturales. Las de Sanín —como probablemente ocurrirá con Caballero— aún se leen décadas después y con provecho. No han caducado. Pero el tono de Sanín fue distinto. Personaje liberal, progresista, quizás francamente de izquierdas, cultivó sin embargo una cuidadosa serenidad, puntuada de vez en cuando por bromas de una ferocidad extraordinaria (su sentido del humor era proverbial). En privado segregaba un poco más de pathos y de capacidad premonitoria. “Este mundo se deshace —decía en una carta de 1931—. Un viaje rápido por los principales países de Europa me ha convencido de que se prepara una transformación en todos los aspectos de la vida…”. Difícil capturar con más claridad el cataclismo que se avecinaba.

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Viajó mucho y, en vez de acumular los diferentes provincianismos de los lugares que visitaba —como hacen tantos compatriotas—, fue afinando una visión que era abierta, descarada, triunfalmente universalista. Lo reconocieron mucho más en el exterior que aquí. Cuenta la excelente introducción a la compilación de sus notas en La Nación de Buenos Aires, publicada por la Universidad del Rosario (de donde saco la cita anterior), que la Revista Iberoamericana le escribió al entonces presidente Eduardo Santos pidiéndole apoyo para publicar sus obras. Nunca contestó. Con todo y su aplomo, al parecer Baldomero resultaba demasiado incómodo para su entorno.

A pesar de las diferencias de época y talante, Caballero y Sanín podrían estar contándonos una buena historia común: la de un sentido crítico fértil, que no se rinde y que no se transforma tampoco en complejo de inferioridad. Para ilustrar esta idea, tengo que irme aún más atrás, a otro de mis autores predilectos: Voltaire y la que quizás sea su mejor novela, Candide. Es una crítica demoledora a la idea de que “vivimos en el mejor de los mundos posibles”. Muestra con fantástica brutalidad cómo y por qué es una fantasía insostenible. Pero no se queda en la impotencia. Al término de la narración, los protagonistas, que han pasado por desgracias sin cuento, se preguntan, en medio del peligro y la incertidumbre, qué hacer. La respuesta es todo un programa: “Hay que seguir cultivando el jardín”.

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