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Cada vez que Nicolás Maduro habla, uno se pregunta si lo hace desde la irresponsabilidad o desde la desesperación. Esta semana cruzó una línea peligrosa: insistió en llamar a los militares colombianos a unirse con la Fuerza Armada venezolana para defender la soberanía “como un solo Ejército”. Es una intromisión directa, inaceptable e irresponsable.
Hablar de unir ejércitos no solo desconoce la Constitución Política de Colombia; la pisotea. Es una muestra del desprecio de Maduro por el orden jurídico de un país soberano, que cuenta con un sistema democrático donde las Fuerzas Armadas están sometidas al poder civil. Pretender que Colombia ponga sus Fuerzas Armadas al servicio de otro —y menos de un régimen autoritario— no es integración. Es una locura.
Es la locura de un dictador que ha destruido su país, que ha creado un sistema de pobreza y sufrimiento que obligó a millones de venezolanos a abandonar su hogar, que concentró el poder, vació las instituciones y hoy enfrenta sanciones, aislamiento y una presión internacional creciente. En lugar de asumir su crisis, busca arrastrar a otros con él. Maduro llama a unirnos para defendernos, pero ¿estaría dispuesto a compartir con Colombia recursos, decisiones y costos? La respuesta es evidente.
La pregunta es inevitable: ¿por qué Colombia debería prestar su Ejército para una guerra que no es suya? ¿Para defender qué? ¿Para enfrentar a Estados Unidos en un conflicto que Venezuela difícilmente puede ganar? Hacerlo sería pegarse un tiro en el pie en el escenario internacional; sería deteriorar aún más nuestra relación con nuestro principal socio comercial y poner en riesgo vínculos diplomáticos y estratégicos por una causa ajena, improvisada y peligrosa.
Para justificar su llamado, Maduro recurre a una camiseta que se pone solo cuando le conviene: la Gran Colombia. La invoca como si fuera un ideal pendiente. Pero la soberanía no es una prenda intercambiable, ni la historia un recurso narrativo al servicio del poder.
La Gran Colombia se rompió porque era ingobernable. Porque fue un proyecto imposible de materializar: territorios inmensos, realidades económicas distintas, conflictos entre élites y un centralismo incapaz de contener la diversidad regional. Incluso Simón Bolívar terminó reconociendo ese fracaso.
Usar a Bolívar y a la Gran Colombia como excusa no es un homenaje histórico. Es manipulación, torcer el pasado para salvar el presente de un régimen que siente que el tiempo se le acaba.
Maduro no tiene derecho a hablarle a los militares colombianos. No tiene derecho a manipular nuestra historia. No tiene derecho a intentar meternos en su conflicto con Estados Unidos. Es una falta de respeto con Colombia, con nuestras Fuerzas Armadas y con nuestra Constitución.
En ese sentido, hay que decirlo con claridad: la respuesta institucional colombiana ha sido correcta. El Ejército Nacional de Colombia dejó claro que solo responde a la Constitución y al presidente elegido por los colombianos. Esa línea roja no se puede cruzar.
Pero mientras las Fuerzas Armadas han sido firmes, el mensaje del Gobierno Petro deja mucho que desear. La canciller dijo que Colombia no descartaría otorgarle asilo a Maduro como parte de una eventual salida negociada; algo difícil de justificar en un país que convive a diario con millones de venezolanos expulsados por el mismo régimen que hoy se contempla proteger.
Hablar de asilo para Maduro -mientras se normalizan sus llamados a unir ejércitos- envía un mensaje peligroso a la opinión pública: una diplomacia dispuesta a callar frente al autoritarismo, incluso cuando ese autoritarismo pretende involucrarnos.
El problema no es recordar la Gran Colombia. El problema es usarla para justificar aventuras militares y autoritarias que nada tienen que ver con la integración ni con la paz. ¿Hasta cuándo vamos a permitir que Maduro meta el nombre de Colombia en sus problemas? Esa guerra no es nuestra.
No vamos a hundirnos con un régimen cuyo reloj político ya empezó a correr en contra.
