Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Esta semana pasaron dos cosas que, aunque no tienen relación entre sí, demuestran la misma naturaleza de una problemática: la facilidad con la que convertimos cualquier diferencia en un conflicto.
La primera fue casi ridícula. Me encontré en un evento a una precandidata presidencial que mi madre admira. Me acerqué a ella y le pedí que le grabara un saludo. Sí, para mi madre. Grabé el video (en el cual aparecí también) y lo subí en un grupo pequeño en Instagram.
En cuestión de segundos apareció una persona que tergiversó mi intención inicial y decidió que eso era suficiente para insultarme. No le importó que fuera un gesto familiar. Lo acomodó a la lectura que más le servía para decirme “facha”, “gente de bien”, “burguesa”, “uniandina”.
Mis seguidores quedaron tan sorprendidos como yo, porque no debería ser normal que un saludo termine convertido en un examen ideológico. Y si fuera afín a la precandidata, ¿cuál sería el problema? La pluralidad política existe, nos guste o no.
La segunda escena a la que me quiero referir es un video que se hizo tendencia en X, donde un entrevistador se negó a darle la mano a un candidato presidencial con la frase: “yo no saludo a los guerrilleros” (sic). Convertir un saludo en una declaración política dice mucho del entorno en el que nos encontramos. El gesto fue aplaudido por varios usuarios, que incluso lo calificaron como una muestra de “coherencia”.
Ambas escenas van hacia la misma problemática: hay personas incapaces de ver a otro ser humano sin ponerle encima una etiqueta política. Es como si todo —una foto, un saludo, un video, un gesto mínimo— se analizara bajo el mismo filtro: “o estás conmigo o estás contra mí”. Ese discurso no es nuevo: en países como Argentina, donde la lógica del “ellos vs. nosotros” está instalada desde hace años, terminó alimentando una dinámica que desgasta la convivencia y vuelve imposible construir puentes de diálogo. Y es, además, un síntoma claro de que no estamos frente a una democracia sana.
No hay que ir muy lejos para entender lo peligroso de esa lógica. En este país, la intolerancia a la diferencia también ha costado vidas. Líderes sociales, defensores de derechos humanos y hasta candidatos presidenciales han sido víctimas de esa misma incapacidad de aceptar al que piensa distinto.
¿Somos más intolerantes que antes? No lo creo. Colombia siempre ha tenido un problema serio para convivir con la diferencia; no por nada somos uno de los países con conflictos internos más duraderos de la historia. Lo que cambiaron las redes sociales fue la velocidad y el alcance: ahora cualquier reacción queda expuesta, amplificada y celebrada por desconocidos. Para agravar la situación, el anonimato digital le da a las personas la sensación de que pueden agredir sin consecuencias.
Las redes han vuelto muy fácil convertir a cualquier desconocido en enemigo. Es cómodo, rápido y no tiene consecuencias en el momento. Lo preocupante son las repercusiones que esto tiene en nuestra democracia… normaliza la agresión, erosiona el debate y hace cada vez más difícil expresarse sin miedo a ser atacado.
Lo más preocupante no es que existan personas intolerantes; siempre han existido. Lo realmente grave es que nos estamos acostumbrando a que lo sean. Que ya no sorprenda que un saludo cause una pelea, que se aplauda a alguien por negarle la mano a otro, que la diferencia se trate como una amenaza y no como algo natural en cualquier sociedad que pretenda ser democrática.
La política no nos debería volver incapaces de lo básico: saludar, respetar, escuchar. No tenemos que pensar igual para tratarnos con un mínimo de respeto.
Los invito a hacer un análisis personal sobre nuestro nivel de tolerancia frente a la diferencia y la forma en que respondemos cuando esta nos incomoda.
Un país no se hace más democrático con discursos, sino por la manera en que tratamos a quien piensa diferente.
