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Mientras los precandidatos presidenciales compiten en peleas de ego, vetos, en ir a gritar a la Registraduría, en hacer imágenes y videos ridículos con inteligencia artificial para burlarse de sus competidores y en discusiones sobre cuántos más se montan o se bajan de la carrera a la Casa de Nariño, el país sigue mirando hacia donde hay más ruido y menos sustancia.
Tanto ruido no nos deja pensar en algo clave: el cierre de inscripción de listas al Congreso el próximo 8 de diciembre de 2025. ¿Sabemos quiénes quieren representarnos en la rama legislativa? ¿Conocemos sus propuestas, sus trayectorias y sus ideas?
Yo misma he caído en ese juego. En mi ejercicio personal tampoco había pensado con suficiente atención en el futuro del Congreso de la República porque estaba concentrada en todo lo que mencioné antes sobre los candidatos. Ellos también se robaron mi atención, justo cuando deberíamos estar mirando a un Congreso que será determinante para el rumbo del país.
El Congreso es una institución decisiva en cualquier democracia, aunque a veces no lo veamos así. Tener un buen Congreso es un indicio de que un país puede avanzar. Sin embargo, estamos tan enfocados en la contienda presidencial que casi no hablamos de las listas al Senado y a la Cámara. Y eso es un riesgo.
Tenemos congresistas valiosos y comprometidos en todos los partidos, personas que han hecho un trabajo riguroso y son verdaderos legisladores ejemplares. Pero también, en este mismo cuatrienio, hemos visto episodios vergonzantes: gritos, acusaciones sin fundamento, intentos de agresión e incluso expresiones machistas y homofóbicas.
El próximo Congreso va a tener que enfrentar un panorama complejo. Heredará, de manera simultánea, varias crisis en gestación que exigirán capacidad técnica y política para afrontarlas: seguridad, salud, energía e infraestructura, sostenibilidad fiscal y fortalecimiento institucional.
Será, además, el escenario donde se deberán discutir con rigor asuntos como la productividad, la estructura y eficiencia del Estado, la educación, el empleo, la protección social y la reconstrucción de la confianza en nuestras instituciones.
En ese contexto, vale la pena recordar lo escrito por el economista y líder de opinión Daniel Gómez Gaviria, en una reflexión publicada en su sitio web sobre el rol legislativo: “Un buen senador debe ir más allá del protagonismo mediático. Se espera que sea un articulador de ideas, con la capacidad de escuchar, analizar y convertir los problemas del país en políticas públicas viables. Su liderazgo debe centrarse en el interés general, no en la confrontación partidista ni en la búsqueda de popularidad en redes sociales”.
Esa frase resume con precisión lo que deberíamos esperar de quienes aspiran a representarnos: menos espectáculo y más capacidad de comprender, escuchar y construir. Lo que viene exige un Congreso que entienda los problemas y sea capaz de llegar a acuerdos, no uno que trabaje por ser el más viral en redes sociales.
Podemos elegir un presidente con grandes ambiciones, pero si el Congreso no está a la altura es poco lo que realmente puede pasar. Un Congreso que no entienda los problemas o que viva en discusiones puede frenar reformas importantes, aprobar leyes equivocadas o debilitar la institucionalidad.
Y sí, cuesta confiar en las instituciones. Pero si algo nos corresponde como ciudadanía es exigirles transparencia y estar atentos a quiénes llegan a ocupar esos espacios. No podemos dejar en manos de unos pocos el poder de decisión que nos afecta a todos.
El ruido de la campaña presidencial no puede seguir robando nuestra atención. Sin un buen Congreso, no hay proyecto de país que pueda sostenerse.
Elegir bien a quienes llegarán a representarnos no es opcional: es determinante.
