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Qué país tan triste el que obliga a celebrar desde el exilio.
María Corina Machado no estuvo en Oslo para recibir el Premio Nobel de la Paz. Su silla vacía fue el símbolo perfecto de un país lleno de ausencias: ausencias por exilio, por miedo, por persecución, por pobreza, por hambre, por desigualdad. Ausencias que hoy son casi ocho millones de vidas dispersas por el continente. No estaba ahí porque no quisiera: no estaba porque no podía. Porque en su propio país no tiene garantías, no tiene libertad, no tiene seguridad.
Su hija, Ana Corina Sosa Machado, lo resumió en una frase que ya pertenece a la memoria venezolana: “Venezuela volverá a respirar.” Y es cierto: hoy Venezuela respira con dificultad. A los venezolanos les duele su país. Les duele lo que dejaron, pero también les duele lo que no pudieron quedarse a defender.
Este Nobel no premia sólo a la opositora más visible del país. Que también hay que reconocer a María Corina como una mujer firme, arriesgada y persistente, una mujer que sostuvo la esperanza de millones; el premio considera algo mucho más profundo: una Venezuela que lleva años en colapso. Es, en el fondo, un reconocimiento a esa tragedia.
Un reconocimiento a los “héroes anónimos de la resistencia”: los presos políticos, los perseguidos, los desaparecidos, los torturados, los exiliados, los que cruzaron la frontera a pie con la vergüenza de irse y el miedo de quedarse. Un reconocimiento a todos los que han sobrevivido a Venezuela.
Y la evidencia es abrumadora. La pobreza llegó al 86 % en 2024. El ingreso promedio de un hogar es de 231 dólares, cuando la canasta alimentaria cuesta 391. El país ocupa el puesto 188 de 190 en facilidad para hacer negocios; la deuda pública supera el 130 % del PIB y la bolsa cayó 98 % este año. Cuando hablamos de Venezuela, es difícil hablar de migración: lo que existe es un éxodo de 7,9 millones de venezolanos fuera de su país, el 20 % de su población.
Porque alguien de mi edad en Venezuela no sabe lo que es vivir en democracia. No conoce un sistema distinto a Hugo Chávez y Nicolás Maduro, los principales responsables de un sistema que ellos construyeron y ellos mismos destruyeron.
Mientras el día de volver llega, millones respiran en otro lugar. Desde Colombia, Perú, Brasil, Estados Unidos. Respiran vendiendo dulces en semáforos; respiran cruzando fronteras con bebés en brazos; respiran trabajando horas interminables en países donde todavía los miran con desconfianza; respiran soñando con volver a Venezuela.
El Nobel a María Corina conmemora esa resistencia. Conmemora a quienes se quedaron en Venezuela, a quienes cruzaron la frontera a pie, al que tuvo que dejar a su mamá sola, al que manda remesas para que su familia pueda comer, al que se fue llorando porque quedarse era peor.
El Nobel a María Corina es también un homenaje a los que caminaban detrás de ella.
A los que votaron, a los que marcharon cubriéndose los rostros, a los que se escondieron, a los que fueron encarcelados injustamente, a los que levantaron actas electorales aún cuando el régimen ya tenía preparados los resultados, a los que prefirieron cruzar el Darién porque Venezuela se volvió un lugar demasiado peligroso para vivir.
Y lo de Venezuela nos deja una advertencia: no estamos frente a una historia ajena. Es un espejo incómodo. Nos recuerda que ningún país está blindado contra el autoritarismo, que la democracia puede erosionarse en silencio y que los territorios se vacían cuando la vida se vuelve insoportable.
La medalla la entregó el comité del Nobel, pero el honor no es únicamente para María Corina. Es para quienes empacaron sus vidas en una maleta y cruzaron fronteras; para quienes murieron intentando escapar; para quienes aún esperan poder volver a sus casas.
Venezuela volverá a respirar.
