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La paradoja de Chigüi

Germán I. Andrade

31 de julio de 2025 - 12:05 a. m.
“La depredación humana regulada con fines comerciales podría ser una forma de trabajar con la naturaleza”: German I. Andrade.
Foto: Getty Images/iStockphoto - Getty Images

Chigüi es un personaje artificial que se difundió en medio de la polémica sobre el retiro de parte del Ministerio del Medio Ambiente del instrumento para la regulación del uso comercial del chigüiro en las sabanas del Casanare. Una mascota acariciable, producto de un imaginario de la vida silvestre de las sabanas. Por eso, resulta paradójico para algunos que el uso sostenible de esta especie, que implica la muerte de individuos, sea herramienta para su conservación. La oposición entre usar sosteniblemente la especie y el bienestar animal es un debate complejo, pues no son fáciles de abordar simultáneamente. En esta columna, en enero de 2020, bajo el título “Por un animalismo responsable”, propulse unos límites a esta valoración, en torno a una ética ecosistémica.

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El proyecto parecía bien enfocado. Pretendía introducir el bienestar animal en la reglamentación del uso comercial de las poblaciones llaneras de esta especie. Desconocer el bienestar animal en políticas de la biodiversidad para muchos sería inaceptable; en esas estamos en este caso. Pero desconocer la dimensión social y ecológica de la sostenibilidad del uso también lo es. La visión urbana particular de valorar la vida animal es, por supuesto, muy respetable, pero no es universal. ¿Inconstitucional en un país multiétnico y pluricultural?

Volvamos a la sabana. Los perdedores, paradójicamente, son los mismos chigüiros, porque la vida y la muerte de esta especie en las sabanas del Casanare requieren entendimiento. En la mediatizada mortalidad de los Chigüiros en Casanare en marzo de 2014, que se estima alcanzó 20.000 individuos, la culpa fue asignada inequívocamente por algunos a Ecopetrol; para los habitantes de la sabana fue claro que había sobrepoblación. Es una especie cuyas poblaciones en la naturaleza no están controladas por depredadores, sino por la variabilidad climática. En las sabanas de Apure en Venezuela, en los años más secos, la mortalidad es aproximadamente el 10 % de la población. Una cuota de extracción sostenible podría decidirse en torno a esta proporción. La depredación humana regulada con fines comerciales podría ser una forma de trabajar con la naturaleza, para el beneficio humano y del ecosistema. La negación del potencial económico de la carne de chigüiro bien explotada podría llevar a que en esas sabanas predomine el ganado vacuno, pérdida que en este caso no es de la especie, que en poblaciones menos espectaculares seguiría persistiendo en otras partes de la Orinoquia y la Amazonia. Se pone en riesgo una forma de relación entre el ser humano y la naturaleza. Sería, además, una modalidad de injusticia ambiental para quienes el uso de esta especie resulta enajenado. Con la norma detenida, se abre la oportunidad para consultar las visiones de los dueños y habitantes de las sabanas chigüireras. Otra es la situación en el río Magdalena, en donde las poblaciones del chigüiro son menores y en bajas densidades.

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En este asunto está además en juego la ciencia, que sustenta usos sostenibles de la biodiversidad, que en este caso no es una hipótesis aspiracional, sino una posibilidad real sustentada. También, si esta decisión se mantiene, salen mal librados los espacios de construcción de conocimiento, como los insumos del Instituto de Ciencias Naturales de la Universidad Nacional y las mesas de concertación para la construcción de decisiones pública. Se da además en un contexto en el cual Colombia sigue invirtiendo en ciencia y tecnología menos del 0,5 % del PIB, muy por debajo del 1,1 % de referencia en países de renta media y 10 veces menos que los demás países de la OCDE. Y cuando hay un producto relevante y listo de la escasa ciencia aplicada, como el que nos ocupa, ¿es simplemente desechado? Difícil de aceptar.

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Si esta forma de valoración de los individuos, especies y ecosistemas se consolida, podría quedar debilitada nuestra participación en el Convenio de Diversidad Biológica, cuyo segundo objetivo es el uso sostenible de la biodiversidad; incoherente sería con el respaldo contundente que le dio este Gobierno a la pasada COP16.

El razonamiento que llevó a la decisión, que ojalá sea temporal, esperamos no se extienda a las pesquerías silvestres y a otras formas de uso de la vida silvestre. La ciencia, recuperada del bajo nivel de prioridad que recibe, permitiría en estos contextos complejos equilibrar la balanza, no solo hacia más sostenibilidad ecosistémica, sino hacia una mayor justicia ambiental. El necesario debate sobre la relación entre la valoración urbana de los animales que representa el animalismo y la visión multicultural queda, por lo pronto, aplazado por interpretación, sin ecología social, de la Colombia “potencia mundial de la vida”.

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