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Ya es normal que la falta de acuerdos sobre asuntos cruciales desemboque en espacios judiciales. La orden de reiniciar el proceso sobre las directrices para la Sabana de Bogotá es la oportunidad para renovar un diálogo que, en mala hora, se convirtió en un falso dilema entre conservación y desarrollo. La mala conversación debe dar paso a un debate honesto y completo.
Honestidad implica reconocer que no es un asunto solo técnico. Es una conjunción compleja entre gobierno e intereses en juego. Las desviaciones político-electorales, tan evidentes, deben dar paso a un debate centrado en el bien común. Pero la discusión debe ser también completa. Faltan suficientes consideraciones sobre los impactos económicos de medidas ambientales de choque y sobre riesgos del creciente desajuste ecológico sobre la actividad económica. No es asunto menor, pues este territorio concentra una gran proporción de la población y actividad económica. Corregir un mal rumbo se podría hacer a través del diseño científico-político de una transición hacia la sostenibilidad. Gran propuesta conceptual del Instituto Humboldt, que podría ser desengavetada.
El debate no puede negar la fragilidad territorial y la vulnerabilidad al cambio climático, sobre lo que hay decenas de estudios científicos. La omisión administrativa que se trató de corregir, que corresponde a las funciones del Ministerio de Ambiente, es un llamado a repensar el territorio. El interés ecológico nacional debe enfrentar el hecho de una región fuertemente urbana en su identidad cultural y económica, lo que no quiere decir que deba ser una mayormente urbanizada. El interés nacional debe ser leído como socioecológico, enfoque sobre el cual abunda la literatura académica. Es un sistema territorial cuya vulnerabilidad climática no se conjura solo con la ingeniería y cuyo devenir no se resuelve solamente con las normas.
No puede desconocerse que en el corazón del problema está el desorden del eufemístico ordenamiento territorial. Falta un acuerdo que debe reconocer el papel regulador del Estado y su conjunción con la acción privada. Es necesaria la armonización administrativa a través de un área metropolitana con licencia social y misión centrada en la resiliencia del territorio. La discusión no puede reducirse a la hipótesis de que no habrá más crecimiento de demanda de vivienda del mismo tipo. Además, la urbanización dotacional industrial, que denota un altísimo desorden, no se puede sacar de la ecuación. Se requiere un acuerdo público-privado para que las áreas que se excluyen no sean bancos de tierras. En esto se requiere contrición y reparación. La discusión binaria entre los ambientalistas –ahora tendenciosamente tildados de falsos– y los constructores como enemigos no redimibles debe dar paso a un acuerdo por el futuro. Llegó el momento para adoptar estándares de eco-urbanismo para los suelos de expansión ya acordados y una reglamentación que limite la densidad y expansión de parcelaciones en suelo rural. También podrían las empresas dar prioridad a modelos de negocio basados en la renovación urbana.
Además, no se puede asumir que las decisiones que se siguen tomando de parte del gobierno nacional sobre Bogotá, como nodo económico del país, sean neutras en términos de cambio de uso de la tierra. Tampoco se puede pretender una supuesta solución final trayendo más agua de la vertiente oriental, ¿para que siga el crecimiento desordenado? La región no tiene seguridad hídrica, y lo que está en juego no es una devaluada sostenibilidad fácil de controvertir, sino la calidad de vida y seguridad de millones de ciudadanos. Tampoco es suficiente argumentar que se necesita más participación, que siempre hará falta. Se echa de menos la construcción de un acuerdo político mínimo entre gobiernos locales, regionales y nacional.
Las autoridades ambientales llegan al debate con varios pasivos. Entre ellos, una política de poblamiento del territorio, el establecimiento de las comisiones conjuntas entre autoridades ambientales cuando comparten un ecosistema, el desarrollo del sistema de áreas protegidas para espacios urbanos y el manejo ecosistémico de los espacios del agua, así como la desconcentración del crecimiento urbano hacia otros núcleos adecuadamente conectados. Imperativo es superar el conflicto ambiental de cada nueva vía o ampliación, a través de la planificación estratégica de la infraestructura, incluyendo la energética. Las áreas de producción de alimentos, en buena hora incluidas en la discusión, dependerán más de la capacidad de los agricultores de adaptar sus modelos de negocio que simplemente del cambio en la normativa. Igual sucede con las áreas de producción campesina para alimentar sanamente la ciudad.
El río Bogotá y sus afluentes, con un plano de inundación delimitado, deben entrar a un programa de re-naturalización adaptativa y regenerativa. El déficit del 98 % de humedales y las especies en alto riesgo de extinción deberían convertirse en indicadores del cambio de rumbo. Con la biodiversidad en el centro, tal vez podríamos ponernos de acuerdo. Porque se agota el tiempo para un acuerdo duradero sobre el mejor territorio que podemos construir en la Sabana del río Bogotá.
