Ésta no es una columna sobre dos exministros. Es una reflexión sobre dos seres humanos, sobre lo que son y representan Alejandro Gaviria y Patricia Ariza: el principio de los principios -de los suyos y de muchos de nosotros- moldeados por los caminos, fortalezas y tristezas que ellos han recorrido a lo largo y ancho de sus vidas. Invito a mirar su forma de ejercer la democracia, de apostarle con el arte y el humanismo a resistir ante el dolor que produce un país con más de medio siglo atravesado por guerras internas, por la inequidad desorbitada y una gran dificultad para perdonar y perdonarse.
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La semana pasada, la noche del lunes nos sacudió con una noticia: Alejandro Gaviria, Patricia Ariza y María Isabel Urrutia ya no ocuparían más las carteras (respectivamente) de Educación, Cultura y Deportes. “Cada torero torea con su cuadrilla”, eso es normal, y un torero elegido democráticamente tiene el legítimo derecho de hacerlo. Lo que a uno le preocupa es que un gobierno que quiere llegar al corazón de toda Colombia (no solo al de media Colombia) necesita -como lo planteamos en la columna anterior, y antes de conocer esta noticia- una sincera “convergencia”. Uno pensaría que un cambio histórico, respetuoso de la Constitución y que ayude a nuestro país a ser más viable y realmente protector de todas las vidas, necesita del humanismo en cada una de sus expresiones; la diversidad bien capitalizada y las distintas formas de leer y representar el mundo construyen puentes y levantan los andamios de una comprensión más integrada y completa. Como bien lo dice Alejandro Gaviria en su más reciente libro No espero hacer ese viaje, el humanismo es una forma de resistencia y el arte es el único lenguaje que hablan todo los pueblos; el idioma del valor cotidiano y la sensibilidad, de la filosofía sin fronteras y la palabra convertida en poesía, en libros, en pinceladas o en lo que pasa entretelones.
Pregúntenle a Patricia Ariza, maestra de maestras, teatrera, poeta, luchadora por la paz y defensora de la cultura como revolución y redención, si no es el arte el lenguaje de la justa rebeldía, de la construcción de convivencia, del rescate de los que siempre han estado ausentes.
Pregúntenle a Alejandro Gaviria por qué -si ya sabemos que los seres humanos somos hackeables- permitimos que nos sigan llenando de odio la sinrazón y los desencuentros.
Peguntémonos a nosotros mismos qué tan dispuestos estamos a leernos desde las diferencias y reconocernos en el espejo de los otros, sin miedo, con humildad y en “modo cercanía”.
Alejandro es uno de los hombres más brillantes que he conocido. Oírlo hablar, oírlo pensar, es una lección de vida. Él es un abrazo para el alma y un motor para que el espíritu nunca se dé por vencido.
Por su parte, Patricia es como de otra dimensión. A la vez dulce y enérgica, izquierdista desde la médula y convencida del inmenso poder redentor del arte. Una mujer luchadora y valiente que se ha ganado en franca lid (lid intelectual, escénica y poética) el respeto y el cariño de quienes hemos tenido la fortuna de compartir con ella una estrofa, un escenario, una quijotada…
Me da tristeza que el estallido cultural de Patricia, y el estallido de la razón y la palabra de Alejandro ya no eleven su voz desde el gobierno. Pero volvemos al principio: no un cargo, sino su espíritu libertario, su capacidad de tener al ser humano en el centro de sus desvelos y disertaciones, es lo que hace de ellos lo que son: dos seres humanos que merecen total y genuinamente el apellido más lindo del mundo: humanos.