Escribo esta columna cuando aún no ha transcurrido el día D para las elecciones de los Estados Unidos y -por ende- para el futuro de buena parte del mundo. Se estima que el martes 5 de noviembre votarán 90 millones de norteamericanos, sumados a los 74 que ya votaron anticipadamente. Sabremos quién habitará la Casa Blanca y cuál será el modelo de gestión política y económica, ética y humana que regirá a la primera potencia del mundo y marcará -gústenos o no- la dinámica de un alto porcentaje del planeta.
Sabremos al final del día si migrantes de todos los continentes, razas, religiones y pieles, serán ferozmente expulsados del país al que llegaron con miles de vicisitudes, luego de kilómetros y hambres caminando por el miedo o aferrados a una tabla de supervivencia, fracturada, llena de clavos oxidados y de naufragios y vejámenes acumulados en cada una de sus astillas.
Sabremos si la sensatez o la locura serán quienes tomen las decisiones de borrar o no -con bombardeos y con armas aún peores- poblaciones y culturas que se debaten entre la vida y la muerte a miles de kilómetros de Washington D.C. y si nos espera un alto al fuego o un alto a la vida.
Sabremos si una mujer carismática y afrodescendiente, intelectual, emocional y académicamente sólida y estable, en quienes millones de personas tienen puesta su esperanza, llegará por primera vez al cargo más importante del mundo. O si, por el contrario, serán los torrentes de dinero, el racismo y el discurso del odio, la ausencia total de empatía, el irrespeto por el medio ambiente, por la ley, por las mujeres, por los pobres y los migrantes, por los gays y el pensamiento crítico, por la soberanía de los pueblos y la reconciliación de los contrarios, los que regresen al trono de la Casa Blanca, y pongan a temblar al mundo. Es demasiado lo que está en juego. No solo por lo que puede pasar si los Estados Unidos quedan en manos de un ser tan horrendo como Trump, sino por el mensaje para las nuevas generaciones. ¿Cómo explicarle a un niño que el país de las oportunidades, el que más Premios Nobel (377) y más medallas olímpicas (2793) ha ganado en el mundo, el de las universidades más cotizadas, el de los cohetes y los viajes espaciales, no es capaz de elegir la cordura y la protección de la vida en todas sus formas, en lugar del fanatismo y la contaminación física y moral? Imposible explicar que no hay nombre de ciclón, tornado, tsunami, inundación, sequía o terremoto, que le haya hecho entender al país más poderoso del mundo, que el cambio climático no es una pataleta de los hippies ni un boicot de la izquierda, sino una tragedia que está aquí y ahora, amenazando con ser cada vez más devastador si no hacemos algo serio y sostenido por detenerlo. ¿Cómo justificar que uno de los más grandes potentados norteamericanos haya rifado -cada día- un millón de dólares entre quienes se comprometieran a votar por Trump?
No las he visto personalmente, pero me informan que en Estados Unidos existen sectas pseudorreligiosas de extrema derecha que, ataviadas con coronas de balas y ametralladoras de oro, le rinden culto a una falsa divinidad, enjambre de odio, exclusión y devoción por la guerra.
Ni Estados Unidos ni el mundo merecen que Donald Trump vuelva a ser presidente.
Ojalá al menos 270 votos de los 538 del Colegio Electoral sean por Kamala Harris, y ella sea la próxima presidenta de los Estados Unidos. Ojalá este 5 de noviembre podamos dormir con la tranquilidad de saber que el país más poderoso del mundo ha quedado en buenas manos, y que el botón rojo no depende de un despiadado y brutal racista.