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Envío esta columna desde la Marcha del Silencio; estoy en la esquina nor oriental de una Plaza de Bolívar llena de banderas de Colombia y de gente hastiada de la violencia; estamos al final de una semana que pasó en cámara lenta, con los días tristes y una tensión suspendida entre dos puntos, una cuerda invisible a la que llaman incertidumbre.
Hoy en la Plaza todo es distinto, todo vibra y brilla entre el cielo azul y voces de todos los colores.
Durante seis días a las 6:45 a.m., la Fundación Santa Fe publicó el reporte sobre la condición clínica del precandidato presidencial Miguel Uribe, un paciente de 39 años que, en estado crítico y desde una cama de cuidados intensivos, ha logrado unir a millones de colombianos.
Rezan los de siempre y los de nunca, porque en siete décadas de violencia aprendimos a no perder la esperanza. No estamos hechos para claudicar y necesitamos aferrarnos a algo, cuidar lo que amamos y tener un latido más, una ternura sin fecha de vencimiento.
Recibimos los informes del director científico de la Fundación como quien aguarda la sentencia de un milagro; es un hospital donde conviven humanismo y ciencia, fe y tecnología, ética y razón. Un hospital que honra la profesión más bella del mundo y sabe que la dignidad y la vida son tesoros vulnerables, que exigen altas dosis de consagración.
Vine a la Marcha del Silencio porque no acepto la violencia y defiendo el derecho a vivir. Lo digo con claridad, así no sea políticamente correcto y me respondan con tres códigos y cuatro argumentos: no me parece más o menos grave el daño que causa una bala por venir de un soldado, de un sicario o de un revolucionario. El hueco es el mismo; la piel queda igual de rota dispare quien dispare, el luto no cambia de color, ni se es más o menos huérfano cuando el arma la llevaba un hombre con insignia oficial o con brazalete clandestino.
Vine a la Marcha por los más de 460 firmantes de paz que han sido asesinados; vine por los líderes sociales, por Galán y por Guillermo Cano, por Pizarro y por Manuel Cepeda, por las viudas de Bojayá, por Antequera y Álvaro Gómez. Y los nombro juntos así sus historias y banderas hayan sido distintas, porque ellos y ellas han escrito a Colombia.
Vine a la Marcha del Silencio porque me duele que a Miguel le hayan disparado 3 tiros y tenga la vida colgando de un milagro. Me duelen los niños y los policías víctimas de drones criminales y las minas en la puerta de la escuela; me duelen los hijos de María del Pilar Hurtado, la mamá de Dylan y las novias de los cadetes masacrados; me duele el patrullero de Caloto en la mira del francotirador.
Me repugnan todas las violencias: La que golpea a un niño o viola a una mujer; la que le quita la vida a un teniente o a un guerrillero.
Vine a la Marcha en silencio, así como era la consigna. No vine ni para tumbar ni para elegir a nadie. Mi único partido es la paz. No tengo más candidato que el que les devuelva a los campesinos la posibilidad de vivir sin miedo, a los pescadores una atarraya sin mercurio y a los firmantes una espalda sin plomo.
Hay un clamor irreversible; un grito vestido de blanco; es un mandato para que se acabe la violencia, es vibrar, es rezar o sentir “Fuerza, Miguel”, y fuerza todas y todos los que están sufriendo porque alguien no entendió que el odio envuelto en plomo siempre ha sido y será un fracaso de la humanidad y una estúpida cobardía.
¡Fuerza, paz! La violencia nos ha estremecido la historia y las entrañas, nos tiene tristes y agotados, pero no vamos a darnos por vencidos ni vamos a convertirnos en un naufragio, porque tenemos 50 millones de remos.
