Hoy, uno de los trabajos menos comprendidos y más criticados por la mayoría de los y las capitales de Colombia, es el de ser negociador/mediador de paz: mover cielo y tierra para conseguir de manera concertada el fin de la violencia es visto por muchos como un desgaste de tiempo, de recursos y hasta del sentido de justicia. Cada vez que insistimos en demostrar que nuestra guerra no se apaga con baldados de balas ni con mochilas atomizadoras de glifosato, nos tildan de ingenuos, cómplices o soñadores. Nos juzgan desde cómodos escritorios de ciudad, en los que abundan las censuras y escasean las propuestas, porque el resorte del dedo acusador es automático, pero activar las neuronas y plantear aportes constructivos implica un esfuerzo que pocos están dispuestos a hacer.
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En fin, en territorios —donde la guerra se vive de verdad y no por televisión— la gente no se llena ni la boca ni los chats clamando por más bombardeos y plomo en spray. En las regiones lo que se pide (lo que se manda) es no levantarnos de las mesas de diálogos y se le exige al gobierno y a los actores armados acelerar el ritmo de las soluciones y los resultados.
Por eso le agradezco infinitamente a Suiza —un país a 9.000 kilómetros del nuestro y con su vida holgadamente resuelta— que anualmente desde hace 15 años organice, financie y desarrolle un curso intensivo de capacitación, formación y enseñanza interactiva alrededor de la paz, de la mediación y las negociaciones que puedan ponerle fin de manera civilizada y concertada, a los conflictos armados. En la promoción del 2025, a 27 representantes de 18 países atravesados por violencias de muy difícil resolución, nos reforzaron los cimientos de las negociaciones de paz: a la paz no se llega recargando los fusiles sino recargando la paciencia y la capacidad de comprensión y empatía; se llega con la verdad, y siendo capaces de asumir en serio las transformaciones sociales, políticas y económicas, que urgen en medio de este desquiciado desorden mundial, regido por el egoísmo. Se llega con una clara visión de a dónde queremos llegar, un método para lograrlo, equipos humanos cohesionados, acompañamiento internacional y —sobre todo— una convicción a prueba de tempestades.
Vivimos dos semanas de trabajo intensivo y conmovedor; dos semanas en las que construimos vínculos de afecto, identidad y comprensión.
¡Gracias, Suiza! Por la protección de la vida y la construcción de paz creamos una red irrompible de apoyo, contención y fortaleza. Unos lo llaman sintonía en la resistencia; en la persistencia, en la lógica vital o en la humanidad... como se llame, es un honor vivirlo.
Suiza transmite lo que es: estabilidad, armonía, desarrollo sostenible y un profundo respeto por todos los seres vivos. Tiene la solidez de sus montañas y la solidaridad de un pueblo que se preocupa y se ocupa de los demás. Suiza cuida y acompaña y por eso, y para ventura de muchos, el Departamento Federal de Asuntos Exteriores de su gobierno creó el Curso de Mediación para la Paz.
El compromiso de ese país con la paz de las regiones funciona —como todo lo suizo— como un reloj... un reloj con alma. Un reloj que piensa y siente los conflictos del mundo, ha sido garante de muchos procesos de paz (actualmente lo es en Colombia) y capacita con herramientas pedagógicas y contenidos prácticos, técnicos y académicos, a quienes desde distintas posiciones saben que los incendios no se apagan con gasolina, y que la violencia jamás se solucionará con más violencia.
Gracias, Suiza, por confiar en la esperanza, demostrarnos que la humanidad conserva su arcoiris y que gran parte del remedio necesario para vivir en paz, está en nuestras manos.
