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Nunca aceptaré que un menor de edad sea agredido por la conducta, el origen, las creencias o la condición de sus padres.
Siete años después del Acuerdo con las extintas FARC, hijos e hijas de firmantes de paz son cruelmente estigmatizados en sus colegios y —llorando— piden no tener que regresar a la escuela.
El “Duque, chao” fue la serenata de cientos de colombianos frente al apartamento donde vivía el anterior presidente, con su esposa y sus hijos menores de edad.
En los 80 y 90 la niña de Pablo Escobar no podía salir de su casa, porque él fue un criminal que nos partió la vida y en la calle (con él vivo o muerto) su hija recibiría la cuenta de cobro.
El “Fuera, Petro” en el estadio de Barranquilla —donde se sabía que no estaba el presidente— lo tuvieron que recibir y sufrir su mujer y su hija de 15 años. Eso no fue la crítica a una gestión: fue una absoluta canallada.
Se hostiga a los niños de convictos, de ateos y rezanderos, de cantantes, presidentes y guerrilleros, y se disparan los falsos atenuantes que pretenden justificar lo injustificable: “Se lo merecían”, “que se vayan acostumbrando”, “su papá la sacó al balcón”… y así se montan redes y pretextos en la feria de la degradación, en vez de admitir que la infancia es sagrada y vulnerarla es una infamia.
Aceptar la violencia física, verbal o emocional contra niños y niñas es una forma muy cobarde de castigar a los adultos y de normalizar el fanatismo y el vicio de odiar. Así no se construyen mejores sociedades, ni se corrigen errores, ni se ejerce democracia.
Muchas veces he pedido que intentemos desarmar las palabras, las reacciones y controversias, y comprendamos que la vida no se reduce a un memorial de agravios y a una lista de culpables.
Va a ser difícil que cese el fuego en trincheras y territorios, si los amos visibles e invisibles de la guerra, protagonistas y utileros no aprendemos a comunicarnos sin convertir en balas físicas o mentales cada letra, cada espasmo.
El sábado en una reunión con artistas, activistas y maestros, un músico de bondad infinita que ha recorrido el mundo con sus mensajes de paz dijo que se sentía triste porque las cosas no van bien.
Y creo que no van bien —entre muchos motivos— por las palabras que oímos y decimos, por los abrazos que no damos, por los perdones que escatimamos y los rencores que insistimos en cultivar, por las grietas que se convierten en rupturas y las rupturas que se convierten en odios y los odios que nadie ataja hasta que se vuelven un tiro en la espalda y una marcha fúnebre, otra más, otro menos.
Las cosas no van bien cuando en medio de un proceso que es ahora o nunca un comandante nos dice: “No se hagan ilusiones”, y nos conmina a acostumbrarnos al secuestro. No van bien cuando desde otra montaña un puñado de disidentes expertos en traición insultan de manera miserable al hombre que logró que 13.000 combatientes dejaran las armas. Las cosas no van bien cuando líderes sociales y firmantes de paz siguen cayendo asesinados y nadie hace lo suficiente para impedirlo, y el miedo y el escepticismo se toman sorbo a sorbo cualquier atardecer.
Pero, a falta de milagros que lluevan del cielo, tendremos que hacer magias cotidianas. Que algo o alguien nos ilumine por dentro para quitarnos la armadura, sanar el alma dura y, como si fuera ropa recién lavada, colgar de un tendedero de palabras las que sentimos, las que decimos y callamos… Que les dé el sol y les dé el viento y les dé la esperanza y les dé el derecho y el deber de no lastimarnos. Porque es cierto que las cosas no van bien, pero todavía podemos renunciar a la jauría y empezar un cuaderno nuevo.