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Es difícil leer con los ojos llenos de lágrimas; pero cuando uno empieza Mural de Ricardo Silva Romero, la tristeza y la lectura son impostergables.
El Palacio de Justicia y la justicia misma sufrieron el 6 y 7 de noviembre de 1985 la toma irracional y violenta por parte del M-19, y la retoma desmedida y brutal cometida por las fuerzas armadas del Estado. Ambos ataques se cometieron a sangre y fuego. Nos quedaron marcados en la memoria el color y el olor de la violencia, las llamas y el humo; el miedo y las torturas, el fracaso de la política y de la guerra; la derrota de guerrilleros, gobernantes y militares. Fue un naufragio en seco. Una desgracia criminal que acaba de cumplir 40 años y nunca dejará de doler porque –para bien o para mal– no hay amnesia contra el horror.
En Mural las palabras y los muertos se pueden tocar, los desaparecidos vuelven de la niebla y los gritos retumban en las páginas como si el papel fuera una caja de resonancia para que nadie se atreva a callar la historia; para que nadie deje de preguntarse por qué si la toma estaba tan anunciada, el Estado no protegió el templo de la justicia. Y que a nadie se le ocurra quedarse tranquilo con una verdad que 40 años después sigue incompleta y tergiversada por los intereses de turno.
Ricardo Silva Romero (el mejor escritor vivo que tiene Colombia, y que parecería ser mitad humano y mitad astral) aborda emociones genuinas, complejas, con una mezcla magistral de rigor, sensibilidad y lenguaje; y lo amo –entre muchas otras cosas– porque tiene un corazón a prueba de prejuicios.
Esto que hizo con Mural va más allá de la tarea de un investigador, de un novelista, de un director de cine o de un imaginador que domina el sentido de las palabras. Con su Mural (nuestro mural, porque el dolor de noviembre del 85 se volvió parte de nuestra cédula de ciudadanía), Ricardo narra en un paneo de la vida y de la muerte, la cotidianidad y la consternación, los delirios y las cenizas, para que los lectores comprendamos de una vez por todas que ni las víctimas ni los victimarios de esta historia eran –o son– un puñado de nombres de luchadores clandestinos, de políticos maniatados por ellos mismos en un poder que no pudo; ellos y ellas no eran –ni son– una lista de trabajadores, de magistrados eminentes, soldados atemorizados, coroneles y generales enardecidos o mandatarios que no lograron evitar 28 horas de horror, cien muertos, 11 desaparecidos y un duelo que lleva cuatro décadas quemándonos por dentro.
En Mural suenan los teléfonos del alto gobierno y del presidente de la Corte; suenan los tanques de guerra violadores de puertas, muros y derechos; suenan las y los que fueron torturados porque sí, porque no y porque tal vez (Glosario: un torturador es un cobarde a quien otro cobarde de rango superior le ordena ejercer miserableza y crueldad para obtener una información que el torturado casi nunca tiene). Suenan las heridas por proyectiles y granadas de fragmentación; los rehenes, el levantamiento de cadáveres y las actas de defunción; los hijos que no alcanzaron a conocer a sus padres; suenan las ejecuciones extrajudiciales y las familias de los desaparecidos.
Leí Mural como si fuera una película proyectada en una sala de velación o en el silencio de un museo; recorrí sus páginas con el aire entrecortado, porque no es un libro sino un Guernica inmenso colgado en la Plaza de Bolívar, frente al alma de lectores, víctimas y transeúntes.
Lo leí con un profundo respeto, y con la promesa de hacer cuanto pueda para que nadie vuelva a cometer ni sufrir estas heridas que vivió y murió Colombia, y que aún no cicatrizan.
