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El 7 de noviembre cesó la horrible noche para Estados Unidos y para buena parte del mundo. Empezó la posibilidad de cambiar el clima físico y emocional del planeta. El mensaje de unidad de Joe Biden y Kamala Harris nos quitó la bota de encima y pudimos volver a respirar. 74 millones de ciudadanos nos demostraron que ni las toneladas de dinero ni la brutalidad al servicio del poder, son capaces de asfixiar a un pueblo que toma la decisión de liberarse de lo amoral y lo patético; nos confirmaron que la tiranía además de ser perversa es inútil; y que todo, hasta la peor pesadilla, tiene un punto final.
El 7 de noviembre una mujer hija de una médica de la India y un jamaiquino profesor de economía, le habló al mundo como vicepresidenta electa de los Estados Unidos. Politóloga, economista y abogada, Kamala les devolvió la esperanza a millones de mujeres negras, asiáticas, latinas, mujeres inmigrantes, luchadoras por la libertad, los derechos y la igualdad. Mujeres niñas con la vida por delante y los sueños por construir; mujeres trabajadoras que se echan el mundo a cuestas; mujeres tristes que ahora ya saben que no todo estaba perdido. Kamala habló de la esperanza, la democracia como acción, como una conquista cotidiana en la que nada está asegurado y todo es posible. Habló de duelos y tristezas, de luchas, valor y resistencia.
De eso se trata estar vivo en el siglo XXI: Resistir y crecer en empatía.
Verla a ella ahí muestra lo que logra un pueblo cuando no se da por vencido y se organiza en una protesta inteligente. Kamala no utilizó una sola expresión de hostilidad. Habló, como Biden, de sanar el alma de los Estados Unidos, y quedó claro que votar por ellos, fue haber elegido “la decencia, la verdad y la ciencia”.
Tres conceptos fundamentales en las palabras del presidente electo:
Coalición, sanación y posibilidades. Él quiere que en su país nadie se quede rezagado. Con esa palabra planteó su compromiso: dar oportunidades a todos, que no haya un solo ciudadano sin la posibilidad de ser mejor persona, vivir mejor, sentir, trabajar y reconstruir. Propósito digno y esperanzador; y él sabe que para cumplirlo es imprescindible la unidad, desandar las tormentas, y dedicarse al precepto de “sanar el alma del país”.
La lección más oportuna para Colombia fue su mensaje sobre la amplia coalición lograda entre fuerzas y partidos. La coalición venció lo que habría sido una catástrofe para el calentamiento global, la paz y los derechos humanos y ambientales; impidió la entronización del racismo y la xenofobia, del bullyng como norma y condena, y la discriminación como conducta.
Estados Unidos rompió el hechizo porque no perdió la esperanza; no llegó atomizado a las elecciones y comprendió que los discursos de odio agotan y están agotados; y que ese “nuevo día para América”, viable y urgente, no se logra en un país dividido.
Ejerzamos el mensaje: Un mejor futuro es posible, si decidimos evolucionar política y anímicamente, transformar el protagonismo en generosidad, la fragmentación en unidad, y la aprensión en confianza.
Qué suceda con nuestro 2022 depende del sentido de supervivencia democrática y de la vocación que tengan nuestros guías, de ser más líderes que caudillos y de querer a Colombia más que a ellos mismos. Podemos quedarnos en modo oruga, esperando el réquiem cuando los autócratas en cuerpo ajeno terminen de aplastarnos.
O decidamos de una vez por todas exigir y exigirnos la grandeza necesaria, para respirar un nuevo país.
