Así haya leyes y sentencias que prohíban las corridas de toros, el daño ya está hecho: permitimos ríos de claveles y aplausos frente a la sangre en el ruedo, y tardes de celebración después de ver al animal moribundo y al torero con su traje manchado y su madre pegada al altar de los milagros.
Se apuestan millones en las peleas de gallos, de perros y de humanos. Pasamos de incitar a los niños a responder con puños las ofensas, a la amenaza de “esto no se queda así”; y el principio es el mismo y es horrible: donde no hay violencia no hay espectáculo, si no hay venganza no hay justicia, y si de tanto “ojo por ojo” el mundo queda ciego, ¡qué importa! si lo que vale es demostrar quién da la bofetada más dolorosa, quién tira del gatillo un segundo antes de bajar el telón.
Permitimos que se normalizara la venganza como herramienta de hombría, y se confundieran represalia y honor, desquite y dignidad.
No dijimos nada -o dijimos muy poco- cuando degradar al otro se volvió costumbre, y el engaño corrió más que los argumentos, y la calumnia se instauró como lenguaje político y comercial. Hay que ser muy miserable y muy embustero para hacer una valla con la imagen de Iván Cepeda con uniforme de guerrillero. Más que publicidad, esa valla contra el filósofo defensor de los derechos humanos es un delito, y sigo preguntando si no sería posible que los demás candidatos se esforzaran por sostener un debate con la altura, el respeto y la fortaleza intelectual y ética del senador Cepeda. Sigo preguntando si hoy, después de tanta violencia convertida en velorio, no hemos aprendido nada y los traficantes de mentiras se sienten autorizados ¿por qué o por quiénes? para girarle cheques en blanco a la difamación.
Sangre en el ruedo. No importa si es a punta de falacias. Cueste lo que cueste hay que darle portazos a cualquier opción de reconciliación, porque la violencia le resulta cómoda a quienes han hecho del desprecio a la vida su consigna, y tienen en la injuria su boleta para garantizarse un puesto en el palco de la arbitrariedad y el oprobio.
Miren lo que ha pasado con la JEP. Le han llovido piedras por las sentencias proferidas contra el último secretariado de las extintas FARC y no sé cuántas personas naturales y jurídicas ya han dicho que demandarán las sentencias. No importa cuántos expedientes revisaron magistrados, investigadores y antropólogos, cuántos testimonios recogieron, cuántas sesiones le dedicaron a escuchar a cientos de víctimas; no importa cuántos cementerios visitaron y cuántos rituales han presenciado; no importa el arrepentimiento de los excombatientes, ni las veces que ellos han pedido perdón en el estrado y en los territorios, ante los magistrados y frente a las comunidades. Lo que gran parte de la sociedad quiere es ver más cárceles con barrotes y alambres electrificados, más cadenas para inmovilizar a los antiguos guerrilleros, como si no fuera obvio que con esas mismas cadenas nos estaríamos -nosotros mismos- amarrando al rencor.
Siento vergüenza ajena por algunos autodenominados patriotas que piensan y actúan como si el perdón fuera debilidad y la reconciliación una argucia de los soñadores.
Todavía creo que podemos lograr un país que vibre más por la paz en el ruego, que por la sangre en el ruedo. Un minuto de silencio, que se calmen las ráfagas y los combates, las prepotencias y los hostigamientos. ¿Sí oyen? Eso que suena, allá, viniendo de la montaña y de la atarraya, del surco y la mina, es el mandato de las comunidades, de indígenas, pescadores y campesinos que necesitan abrazar la vida y vivirla en paz. Y no vamos a dejarlos solos. No otra vez.