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“Siento que Barranquilla no tiene doliente”, me dijo una amiga que ama esa ciudad, la suya, la de colores y marimondas y un Carnaval decretado por la UNESCO obra maestra del patrimonio oral e intangible de la humanidad; la ciudad de los robles morados, de las ceibas y los guayacanes; la misma de La Cueva, donde uno se bebe sorbo a sorbo el realismo mágico, y deshoja la noche entre rones, sones y mariposas amarillas.
Y me lo dijo como lanzando un S.O.S., una botella con las imágenes de los jóvenes que han sido asesinados en Curramba, la bella. Y ambas sabemos que en este mar los escepticismos y los velorios han roto demasiadas olas.
Es justificado el dolor de mi amiga caribeña; en Barranquilla se han cometido seis masacres en lo que va del año, y hay identificados seis corredores de la muerte: El 1º pasa por la calle 17 y Soledad (los 40 Negritos transformados en los Papalópez); el 2º en el Centro, Barlovento y la vía 40 (en estos lugares de acopio de cocaína sucedieron las masacres de Las Flores y el barrio Villanueva); el 3º, en la zona costera de Tubará a Juan Acosta (delitos relacionados con la ocupación ilegal de tierras). Un 4º corredor se dedica a extorsiones y a producir y consumir sicarios; el 5º se concentra en la retoma y control de distintas bandas; y en el 6º -el de la Ciudadela del 20 de julio, el 7 de abril y Carrizal- en medio de desmembramientos se consolida una nueva criminalidad.
La puerta de oro de Colombia mide 154 kilómetros de cultura y festivales, está muy cerca a la desembocadura del río Grande de la Magdalena, y necesita atención urgente. Es obligación nacional mirar con lupa a Barranquilla y darle una mano consciente y efectiva. La policía ha adelantado investigaciones, allanamientos e incautaciones de armas y cocaína; se han hecho capturas de cabecillas importantes, pero las estructuras encuentran nuevos jefes y nuevos operadores para reciclar la violencia.
Según cifras de Medicina Legal entre el 1º de enero y el 14 de abril del 2023 se cometieron en la Arenosa 209 asesinatos. La mayoría de las víctimas han sido hombres jóvenes, pero la situación de los feminicidios también es aterradora. Además, se han cuadriplicado las extorsiones y más de 100 negocios cerraron por miedo a caer en el próximo enfrentamiento.
El Clan del Golfo y los Rastrojos (los Nuevos, los Costeños y los Caleños); los Pepes, los Papalópez; los nuevos paramilitares y el Clan Sombra; el Frente Flaminio Márquez y los Vega… pandillas convertidas en pesadillas que se hinchan de dinero y aumentan su capacidad de daño cuando los contratan transnacionales del crimen como el Tren de Aragua, el Cartel de Sinaloa o el de los Balcanes.
En los 13 primeros días de junio, 16 jóvenes fueron asesinados en Barranquilla. Pero la solución no es -como lo pedía el alcalde de uno de los municipios del área metropolitana- levantar la restricción al porte de armas. Sería un desastre armar a la población. La defensa personal no tiene calibre 38 ni se suministra en periódicas dosis de disparos en las esquinas. La verdadera defensa personal se logra cuando un pueblo respeta la vida y se muere de viejo, y no por ser el tiro al blanco de los demás. Barranquilla lo sabe y por eso le sigue apostando a la paz.
La epidemia de muerte violenta no se cura con más muertes. Se cura si logramos construir una paz grande, si atendemos las alertas tempranas de la Defensoría del Pueblo, y si Estado y justicia evitan que tantas crónicas de muertes anunciadas se instalen en los cuerpos del no retorno. Se cura cuando toda Colombia tenga doliente.
