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Ahora que empiezo a envejecer han llegado los nietos y he regresado a los parques infantiles. Después de 30 ó más años. Con mis hijos fui, pero lo había olvidado. La vida y los trajines me borraron eso. Había perdido ese territorio cromático, emocional, sensorial…
Ya no tenía ni idea de que ese mundo podía contener tanta belleza. No sabía que era un mundo donde el tiempo pasa despacio y el aire es más claro y el sol entibia las pestañas de los chiquitos y les abre los poros de la piel. Es un mundo femenino, predominantemente. Es un mundo de las mujeres. Del pecho, del aroma, de la voz, de las manos de las mujeres que están con los niños, que los llevan a media mañana a los parques. Son las mamás, las abuelas, las nodrizas.
Ahora se han sentado las mujeres en círculo, con los niños en el regazo, sobre la hierba. Están cantando y los niños mueven las manos, sonríen, bostezan. Los pocos hombres que hemos llegado allí no nos atrevemos a inmiscuirnos, a romper el velo de magia que las mujeres han tejido con el rumor del viento en las acacias y los urapanes, con las alas de los copetones, con las hojas que caen girando desde las ramas. No nos atrevemos, nos sentimos torpes, intrusos.
Es un mundo femenino que ya no sabíamos que existía. Que la vida, aviesa, nos había borrado de la memoria. A todos los hombres la vida nos quitó los parques infantiles. Nos los ocultó mientras estábamos haciendo cosas que parecían importantísimas y que eran en realidad banales comparadas con los materiales finos, cristalinos e intemporales de los que está hecho el domo, el microcosmos de los niños y las mujeres en los parques.
Cuando ya empiezan a pasar los días, poco a poco, somos menos aparatosos y torpes. Y entonces podemos tomar parte en una canción, en una ronda, en un primer intento al columpio y al rodadero. La felicidad es intensa porque los niños, las niñas, necesitan por primera vez de nuestros brazos, de nuestro aliento. ¡Estamos con ellos! ¡Pudimos estar! Pudimos entrar a su jardín mágico sin dañar sus rosas.
Ahora voy con menos temor a los parques infantiles, ahora que envejezco y han llegado los nietos. He aprendido un poco a dejar que el tiempo de los parques se deslice suavemente por mi corazón y mi espalda, como hacen las mujeres que cuidan a los niños hace milenios. Ya aprendí a no tener prisa, ni ansia, y a oír con atención los gorjeos y las canciones, mientras los días van alargando los cabellos tibios y los brazos de los chiquitos.
Las mujeres son sabias. En silencio han construido el mundo de los parques y los niños. Mientras nosotros estábamos creyendo que teníamos que estar en otra parte. Ah, porfiados; ah, perdidos en la oscuridad. Nos miran con clemencia cuando recién llegamos, cuando recién sabemos lo que ellas han sabido desde hace siglos.
Que el tiempo de los parques y los niños y las mujeres pasa más despacio, porque es precioso e impostergable.
