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Hace unos días, al finalizar una reunión de trabajo, se instaló en la sala el asunto político. Alguien dijo entonces que el ejército debía enviar sus aviones y bombardear todos los lugares en los que hubiera presencia guerrillera o de cualquier grupo armado ilegal. “Hasta borrarlos a todos”, dijo.
Yo me apresuré a decir que eso era imposible sin ocasionar una tragedia de proporciones inconcebibles, pues los criminales estaban enquistados en la población civil, en las comunidades. Entonces esta persona dijo, con la misma firmeza, con la misma frialdad, con la misma altisonancia, que eso no importaba, que los mataran a todos.
Unos minutos después ya nos despedimos y cada uno tomó su camino. Yo quedé helado. Sentí una enorme tristeza, una total desmoralización. Quedé completamente vencido. Me copó una honda desesperanza.
Pensé que era explicable que casi todos los días de la semana en Colombia cayeran asesinados los líderes sociales, los campesinos, los indígenas, los desmovilizados y que no pasara nada. Que eso no cesara, no terminara nunca y que no pasara nada.
Como ese señor de la reunión de trabajo, pensé, debe de haber muchos más en Colombia. Cientos, miles. Es decir, muchas personas en este país están a gusto, les parece bien, no tienen ningún problema con que sean asesinados por los ejércitos criminales, prácticamente todos los días, hombres, mujeres, jóvenes y niños. Incluso les parece bien. Se sonríen, como este señor, se relamen. Creen que se han puesto en una posición de lucidez extrema, de comodidad extrema, se han librado de toda reflexión moral y humana, de todo prurito, de toda clemencia y bondad. Eso es la maldad y el cinismo y la deshumanización, pensé.
Por eso es que como nación, como sociedad, somos capaces de contemplar esta barbarie todos los días y no hacemos nada. Ya no nos toca, ya no nos afecta. No tenemos ninguna relación con esa barbarie, no tenemos ninguna responsabilidad delante de ella. No es de nuestro resorte, para nada. Después de todo, eso le pasa, en opinión de cientos, de miles de colombianos, a unas personas y a unas comunidades que están por allá lejos en los campos, en el pintoresco pero despreciable mundo rural. Que los maten a todos, no pasa nada, seguro se lo merecían.
Yo creo que este Gobierno se equivocó letalmente con su política de seguridad, se equivocó dolorosamente, trágicamente y expandió y propagó la violencia. Esa es su responsabilidad histórica, ese error de apreciación elemental de la realidad, que acaso tuvo origen en la candidez o la desviación ideológica y la demagogia. No lo sé, la historia lo dirá.
Pero esta sociedad nuestra, sobre todo esta clase dirigente nuestra, tiene unos cánceres y unas llagas que nos están quitando, irremediablemente, cualquier esperanza de sanarnos, de encontrar la paz, la convivencia y un destino decente como nación.
En verdad, oyendo a este señor, se da uno cuenta de lo terriblemente mal que estamos.

Por Gonzalo Mallarino Flórez
