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Creo, firmemente, que la salida histórica de Colombia a su incesante violencia está fincada en el sistema de justicia transicional, la JEP, y en la Comisión de la Verdad.
Ambas son hijas del Acuerdo de Paz. Ese acuerdo fue posible gracias a que el presidente anterior y un conjunto de personas que lo acompañaban lograron lo que parecía inconcebible: que se estableciera, en ciertos términos jurídicos, la conexidad del tráfico de drogas con el delito de rebelión.
Sé que esto y el acuerdo mismo, son mirados con total desaprobación por un sector muy grande la sociedad colombiana. Lo sé. Y más que eso, sé que son vistos con desprecio, con rabia, con odio. Ahí está buena parte de la desesperanza que sentimos los colombianos en este instante, forzados a cruzar desierto tras desierto sin ningún alivio.
En plata blanca, hasta donde yo entiendo, lo que logró Santos fue despenalizar por unos meses la droga para poder desmovilizar a un grupo guerrillero. A trece mil hombres armados, concretamente. Eso hizo. El acto de un político de genio, de un tipo de profunda visión de la realidad de su país. Y del porvenir, del posible futuro que podríamos soñar. Ahora no se ve con claridad, pero en unos años todos nos agarraremos a la JEP y a la Comisión de la Verdad como a un madero en el naufragio angustioso que es la vida en Colombia algunas veces.
Me imagino que miles de colombianos apagan la luz de su mesita de noche y se duermen tranquilos, porque sienten que deben condenar instituciones como la JEP y la Comisión de la Verdad. Porque piensan que son un pecado monstruoso. Y sienten que ellos están del lado de la verdad, de la decencia, de la corrección moral. Bueno, pues están en su derecho, no faltaría más. Yo no creo tanto que estén equivocados, como que están asustados.
No lo sé. La opinión y el sentir de los demás son sagrados. Uno no es mejor que nadie, no tiene más derecho que nadie a hacerse su propia idea de las cosas. Pero, ya lo digo, creo que el único chance que tenemos los colombianos de pacificar este país está fundado en esas dos instituciones, en esas dos ideas de reconciliación. Es lo que yo siento íntimamente. Lo que vaya quedando en limpio en la sociedad, emanado de esas dos instancias de diálogo nuevo y promisorio, será forjado con mucho trabajo, será colectivo, y será justo hasta lo humanamente posible.
Mi opinión no es mejor que la de nadie, como ya dije, pero ese tipo Santos ha hecho algo de genio. Eso es, a mi entender, levantarse, alzarse en medio de los demás y mirar hacia el horizonte. Desprenderse de la mezquindad y vislumbrar el tiempo por venir.
El testimonio que dio por estos días Íngrid Betancourt me conmovió hasta el llanto. Y una vez más, el padre de Roux me dio esperanza y un sentido noble de la condición humana. Atrás, mientras Íngrid decía las palabras que tenía que decir y tendía hacia los otros los brazos, atrás, en una penumbra, estaba él. Con las manos en oración. Pidiendo a su Dios por todos. Por todos nosotros.
