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El sábado pasado, cuando ya atardecía y empezaba a oscurecer, soplaba el viento helado de Bogotá y un hombre empezó a gritar en la calle. Gritaba muy duro, la voz llenaba toda la calle y pegaba contra las ventanas y los ladrillos de los edificios y después llegaba hasta los troncos de los árboles y el pasto. Toda la tarde se llenó de la voz de ese hombre. Era un hombre joven y había una tensión dramática, teatral, una desesperación vital en su grito.
¡Tenemos hambre, por favor dennos algo de comer, mi mujer y mis hijos tienen hambre, por favor, ayúdennos!
Muchas veces, mil veces. No dejaba de gritar. La voz, la tensión, la desesperación, no cesaban. Una y otra vez. ¡Tenemos hambre, tenemos hambre!, ¡ayúdennos, por favor, ayúdennos!
Era un venezolano. La voz era la de uno de los venezolanos que han tenido que irse de su país, de su comunidad, de su casa. Con los niños prendidos de la cintura de sus mamás y unas maletas viejas y unos pedazos de pan. Ocho millones de personas que tuvieron que irse de su país. Todos los hemos visto.
Yo estaba con mucho dolor de espalda, recostado, acariciando la posibilidad de dormir un poco. Pero, claro, ese hombre, ese grito, esa desesperación allá afuera no lo iban a permitir. Yo estaba entonces entre el dolor de espalda y el acto elemental de solidaridad, de salir, de ayudarlo. Con algo. Pero el dolor de espalda, el cansancio…
Entonces me di cuenta de que ese hombre, ese grito, me desnudaba, nos desnudaba a todos. Nos hacía ver a todos como indolentes, mezquinos. Por lo menos así me sentí yo. Indolente y mezquino. Que una persona tenga que pedir comida para su familia a los gritos en la calle es una constatación de que esto marcha mal. De que esta sociedad marcha mal. De que el mundo marcha mal. De que los ademanes de lo más humano se han dañado, se han degradado.
Si la injusticia tiene que salir a la calle a los alaridos para que la veamos, para que sepamos de ella, es porque de verdad hemos desarrollado mecanismos muy eficaces para no sentir nada, para que el dolor y el quebrantamiento de los demás no nos toquen. Nos lo tienen que decir a los alaridos, en nuestra propia cara, en nuestra propia casa, como tirándonos arañas y culebras encima.
Y yo con el dolor de espalda, sin decidir qué hacer…
No podía dormir ya, tenía muy enterrada en el corazón una de esas arañas negras de culpa por mi manera de actuar. A cada segundo me sentía peor conmigo mismo, con más vergüenza. Y me dolía más la espalada. Y la tarde del sábado, toda, ya estaba llena arañas y serpientes alrededor de la cama, que empezaban a subírseme por las piernas y el estómago y la frente.
Y el hombre seguía allá afuera gritando, pidiendo ayuda, pidiendo comida...
Y la espalda doliéndome cada vez más. Hasta que me senté y después me paré y cogí un billete de la billetera y salí corriendo como pude hacia el ascensor y salí a la calle. Y estaba todo en silencio. Y el hombre ya no estaba.

Por Gonzalo Mallarino Flórez
