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Visité en estos días el Museo Arqueológico en la antigua y espléndidamente preservada casona del marqués de San Jorge, en la carrera Sexta con la calle Séptima, y me pasó la cosa más extraña del mundo.
Después de recorrer las salas que exhiben las colecciones permanentes con las piezas de nuestras culturas precolombinas –recuerden las figuras de serpientes, ranas, venados, mujeres, niños, guerreros, dioses, vasijas, ánforas, astros, que gradualmente se transmutan en lo simbólico y lo supra terrenal–, acompañadas además de unos textos de inmensa belleza, después de eso, entramos a un salón colonial donde se llevaría a cabo una reunión de trabajo.
¡No se imaginan ustedes qué anticlímax sentí!
Al lado de las piezas de cerámica y escultura que acababa de ver. Al lado de la pureza, la precisión, la honestidad, la mágica y magnética sencillez, la elementalidad saturada de símbolo y sentido, los bargueños, los lienzos adornados y recamados, los marcos, el mobiliario… todo allí, en ese salón, era infinitamente inferior, me parecía infinitamente inferior, lo sentía en mi mente y en mi piel, infinitamente inferior a lo que acababa de ver en las salas del museo.
Me parecía en exceso adornado, recargado, abigarrado. Me sentí, durante un par de horas, a disgusto ante esa muestra accidental del arte y la cultura españoles que estaba ante mis ojos. Me sentí más cercano, además, mucho más cercano, a lo pagano anterior a la evangelización, anterior a la llegada del conquistador y la religión que trajo entre las manos, ora crueles, ora temblorosas y clementes: el catolicismo.
Pero bueno, volvamos a la experiencia sensorial y estética, no nos desviemos. Este no es un escrito anticlerical. Ni antiespañol.
Esos muebles de madera, esas pinturas al óleo, esos adornos, esos oros, esos armiños, capas y pellizas, todo eso parecía inerte, aburrido, mohoso, teatral, comparado con la gracia, con la fuerza telúrica, con la hipnotizadora capacidad de abstracción de las piezas que nuestros indígenas sacaron del barro, del lodo y del fuego, con las manos chatas y callosas.
Muchos días estuve así, sintiendo, pensando en eso que había experimentado en todo el cuerpo y a través de las ventanas de mi entendimiento. Esa certidumbre orgánica, interior, instintiva, de que el arte y la sensibilidad y la cultura y cosmogonía toda de los indígenas podían ser superiores, durante unos minutos, a todo el boato y la sofisticación occidentales.
Más delicados, más sensuales, más verdaderos, los indígenas. Después, claro, piensa uno en Goya y Velázquez y cosas así, y pondera todo. O trata de hacerlo. Piensa en Picasso, que fue toda la pintura, o en el gigantesco Antonio López García, el gran pintor de estas últimas décadas…
Pero entonces vuelve aquello que sentí en el museo, tan fuerte, tan entrañable. Y surge la pregunta connatural: ¿por qué muchos grandes pintores y escultores y artistas en todos los campos vuelven, tercamente, a lo “primitivo”, a lo inicial, a lo primigenio? ¿Por qué?
