No tengo el don de la fe.
Saber que lo que me espera al final de la vida es la extinción, me da tranquilidad. No tengo que morirme y seguir esperando. O recelando. Respiraré hasta que pueda, hasta la última gota de aire que me toque, y eso será todo.
Ha sido una transe personal, gradual, ocurrido durante muchos años. Al que contribuyen sin duda los hechos que constata la ciencia. Un universo visible que existe hace 13.700 millones de años y una noción del tiempo que lo hace infinito, sin comienzo ni final. No parece posible, según entiendo, la idea de un dios creador.
Solamente pensar que la Tierra gira sobre su eje a más de 1.600 kilómetros por hora. Y gira alrededor del Sol a más de 100.000 kilómetros por hora. Y el Sol y todos los planetas que lo orbitamos, alrededor del centro de la galaxia a casi 800.000 kilómetros por hora. Y ni nos damos cuenta. Somos tan menores, tan pequeños. Somos ínfimos. No somos nada comparados con las magnitudes del cosmos. Es como una bacteria en medio de un parque, qué se va a dar cuenta si de repente el parque empieza a levitar y se va volando. La bacteria seguirá ocupada en su mundo de filamentos y de fango.
Nuestras vidas, nuestro tiempo, parecerían insignificantes. En los próximos milenios nos destruiremos y desapareceremos y nadie sabrá de nosotros. El tiempo de la especie humana en la tierra es un segundo cósmico. No es nada. Un chasquear de los dedos. Y todo habrá sucedido tan rápido, tan en un relampagueo, que nadie nos va a ver, nadie nos va a notar. Estamos perfectamente solos. En términos prácticos, el cosmos es frío, agresivo, y no hay nadie allá afuera.
Así que, según lo veo yo, no hay dios y estamos solos en el Universo.
Librados a nosotros mismos. Librados a nuestra maldad. A nuestra fatuidad. A nuestra vesania y nuestra inclemencia con los otros. Pero también a nuestro heroísmo y nuestra bonhomía. El único tiempo que hay es este, este presente. Por eso yo no gastaría un peso en la exploración del espacio, ni uno, dedicaría toda la energía humana a lograr que el capítulo de nuestra especie sobre la Tierra sea digno. Y en Colombia, dedicaría el trabajo de los días a impedir una muerte más. De hambre, de frío, de enfermedad, de codicia, de odio. A impedir un muchacho más asesinado, una niña más abusada, una mujer más sometida y adolorida, un niño más con las pestañas bañadas de polvo y de llanto. Eso haría. Como si todo el tiempo cósmico fuera Colombia. En un único tiempo presente dilatado y exacerbado y obsesionante.
Las obras de los Hombres… En uno de sus hondos y amargos silogismos decía E.M. Cioran: “Pueblo auténticamente elegido, los gitanos no son responsables de ningún acontecimiento, de ninguna institución. Han triunfado sobre el mundo por su voluntad de no fundar nada en él”.
Pues, sí…, a pesar de El Quijote, de las Suites para el Chelo de Bach, de los Nenúfares de Claude Monet, de la poesía de don Jorge Manrique, hay días en que uno piensa que el planeta estaría bien sin nosotros.
Solo el agua que corre limpia y los animales paciendo.