Recordarán los lectores ese grabado de la serie Los Caprichos, de Goya: El sueño de la razón produce monstruos.
No sé cuál fue el significado que el pintor le dio a la inscripción originalmente, allá por 1800, pero en épocas modernas sabemos muy bien qué sentido puede tener: que los seres humanos, al adormecernos moralmente, al volverle la espalda a los imperativos éticos y humanos más elementales, permitimos que las circunstancias del mundo se vuelvan infiernos. Como si al no estar vigilantes escapara de nosotros toda la locura de la que somos capaces, toda la maldad.
Nos complacemos y nos ufanamos de nuestros logros científicos, materiales, técnicos, incluso artísticos. Hemos dominado al mundo, y sin embargo, no hemos dominado al animal salvaje que hay instintivamente dentro de nosotros. Y entonces, cada tanto, surge y gruñe y hiende sus uñas en la piel de los niños, de las mujeres, de los hombres bondadosos, de los incautos, de los bienintencionados, de los indefensos.
Cada tanto, sí, como hoy en Ucrania, como ayer en Siria, por ejemplo, como mañana en...
Sigue a El Espectador en WhatsAppLa vida en familia y en comunidad, la civilización, la cultura toda si se quiere, solo fue posible porque la razón ha podido, durante unos segundos cósmicos, aplacar al animal que somos. Contener hasta donde se ha podido, todas las formas de agresión, de aniquilación, de vejación de unos a manos de los otros.
Por eso hay que estar vigilantes siempre. El ser humano es capaz del amor y la clemencia, pero es también capaz de los actos más terribles y brutales, que ningún ser vivo sobre la faz de la tierra sería capaz de cometer. Ha escrito El Quijote, ha pintado La Gioconda y el paisaje de Fiesole, ha compuesto el adagio de Mahler, pero con las mismas manos ha violado a las niñas, ha quebrantado al débil, ha asesinado al hermano y ha traicionado al que le confió la vida.
Entre tanto, allá van las mujeres ucranianas con sus niños chiquitos. Ni el viento helado les congela las lágrimas. Corren y corren las lágrimas por sus mejillas. Van huyendo de la vesania humana, de los monstruos que producen los hombres. Atrás, en el teatro de la guerra, quedan sus esposos, sus padres, sus hermanos, matándose en una guerra inconcebible, en la que tratan de despedazar a otros padres, a otros hermanos, a otros esposos. La degradación de una guerra inútil.
Y más lejos, en sus escritorios de caoba pulida, están los que tienen en sus manos turbias y venales el poder. Son los “hombres huecos” que he mentado tantas veces. Están en sus luminosos despachos, con sus bibliotecas espléndidas atrás, con sus celulares, sus tablets, su internet, sus naves espaciales, sus ojivas, todas las proezas del ingenio humano. Solo si ellos lo desearan se podría evitar la siguiente muerte. Solo si despiertan y dejan que la razón humana respire y llene otra vez de luz y de azahares la mañana del invierno. De este “invierno de nuestro descontento”.
¿Lo harán? ¿Será ya tarde?
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