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El transcurso del tiempo en la vejez

Gonzalo Mallarino Flórez

16 de abril de 2025 - 12:05 a. m.

Cuando éramos niños y jovencitos éramos inmortales. Y el tiempo parecía infinito. Dilatado infinitamente. Sin bordes, sin fronteras, como el cosmos, como las ondas incesantes en el estanque del cosmos.

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Lo que duraban unas vacaciones en Sasaima. No pensábamos jamás que el tiempo pasara, que se nos cayeran por entre los dedos los días, como una agua viva y transparente. Nunca llegamos a pensar que esos días no eran gratis, que estábamos construyendo una nostalgia monumental que nos iba a herir y a sepultar de tristeza y orfandad después. ¿Cómo no retuvimos más esos días, esa agua de esporas y reflejos?

Lo que había que aguardar para que llegara por fin diciembre, para que llegaran la Navidad fragante y el pesebre amoroso. Y el regalo soñado con fruición, puesto ya, dejado ya, misteriosamente, en el arbolito de Navidad. Mamá, cuánto, ¿cuánto falta para la navidad? ¿Cuánto más hay que esperar? El coro inconsolable de los chiquitos.

Lo que duraban las semanas esperando a la novia que se había ido de vacaciones al extranjero. Nunca llegaba. Y al tardar las cartas, el dolor era terrible. Acaso ya no pensaba en mí, acaso algo más guiaba sus ojos dulces en ese mundo tan raro, tan inalcanzable que era el extranjero. Algo distinto atraía sus manos de yemas tibias, sus brazos perfumados, su boca que hacía nacer en la penumbra los labios blandos y las lenguas giratorias de los besos.

Ya de un golpe se va a acabar abril. No acabamos de guardar en sus cajas los adornos y las estrellitas y los festones de Nochebuena, y ya va corriendo este año con unos pasos y una acezar que nos vejan, que nos erosionan, que nos oscurecen de angustia. Es que ya se termina este viaje, es que ya la muerte nos mira de soslayo y alarga sus dedos blancos.

Con cuánta ansia quisimos que los hijos crecieran. Y que sus tendones fueran resistentes y su risa impostergable. Ahora recordamos con nostalgia sus cabellos rubios en la almohada y sus pies pequeños y su llanto que nuestros brazos y nuestra voz sosegaban, los días en que éramos toda la seguridad para ellos. Ahora, ¿qué podemos ofrecerles? Qué darles, si el tiempo se está comiendo nuestros pulmones y nuestras células menguadas.

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La vida nos va doblando la cabeza. Nos pone frente a la lección de la humildad y la finitud. Y en días como hoy, cuando la derrota nos socava y nos vence, pensamos que sería justo un consuelo, un galardón por seguir en pie y respirando. Alguna compensación, ahora que el tiempo, como una tempestad, nos quita todo de las manos.

¡Y nos la da!

¡Sí! Son los nuevos bostezos, las nuevas pestañas, los dientecitos pequeños como granitos de arroz y las uñas de ámbar de los nietos. Para que pensemos otra vez en un principio, en un recomenzar, en un estaque de ondas nuevas que lleve entre su musgo, entre sus gotas, entre su fluir de música y susurro, el recuerdo de nuestros nombres. De nuestra voz por los portales altos, por los pabellones altísimos del tiempo y la memoria.

Por Gonzalo Mallarino Flórez

Escritor. Autor de varios libros de poesia y de ocho novelas, de las que hacen parte sus célebres Trilogía Bogotá y Trilogía de las Mujeres. Es frecuente colaborador de importantes periódicos y revistas
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