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Más o menos a los 20 años, perdí la fe religiosa. Hoy en día, frente a una persona que cree en Dios, siento nostalgia, como si esa persona estuviera en un lugar que quise mucho y al que yo jamás podré volver.
Pero no tengo miedo de lo que viene cuando me muera. No me quiero morir, no, quiero besar todavía a Carmen y a mis hijos. Y la nariz y las pestañas de mis nietos. Sentir la luz que toca las hojas amarillas de los alcaparros. Sentir la mirada sobre mí, de tres amigos que me quieren mucho. Recordar por las mañanas, al despertar, a los cinco niños que corrimos bajo la luz del sol que entraba por entre las copas de los árboles en una calle en Cali.
Ya no creo en Dios y estoy en paz con eso. Me da sosiego pensar en la extinción, en que ya no quede nada más y yo descanse para siempre sin saberlo. Eso me da mucha tranquilidad. Nada de eso de “pague ahora y viaje después”, como decía Woody Allen con humor. El final y la nada consoladora. Nada me espera, ningún galardón, ni ningún infierno o condenación.
Esto no quiere decir que sea incapaz de lo espiritual. Claro que tengo un mundo espiritual entre los pulmones, en las yemas de los dedos, en los sueños, en el corazón, en la espera, en lo no material que me da la certidumbre de que he vivido. Y en lo instintivo y lo mágico.
Mi espiritualidad no es religiosa. Está en la sangre, en las encías, es táctil, es orgánica. No busco a Dios. Voy solo. Con todos, pero solo de cara al final. Me da miedo sufrir mientras me muero, pero no la muerte. Sé que nadie me espera. Sé que el Cielo es, como ya se ha dicho, el recuerdo que guarden de mí los demás. Ese es el cielo.
No soy anticlerical y antirreligioso. He conocido hombres de religión y de fe que me estremecen. Son muy superiores al ser humano que soy, están varios estadíos evolutivos delante de mí. Han llevado el acto de ser seres humanos a unas honduras que yo jamás lograré. A unas alturas y una claridad que yo jamás alcanzaré.
Pero todo aquí, en el suelo, en la tierra, hoy, ya, en medio de los hombres y el mundo. La espiritualidad aquí, ya, para amar y ser sincero y ser clemente y ser amoroso y ser pródigo. No ser nunca mezquino. Nunca eso, eso es lo más triste. La gente que no puede darse a los otros, que se oscurece por dentro de mezquindad y mala levadura. Ese es el infierno.
No busco a Dios, a ningún dios. Busco al otro, a los otros, aquí, en el presente infinito y dilatado interminablemente. Busco la fraternidad y la paz y la alegría y la canción de los labios y los besos. Hoy, aquí, ya, no en Cielo prometido, no ante un Dios creador que me ama y me perdona el haber sido un ser humano. No ante un Dios que me llenó los días y las noches de culpa y de miedo al castigo.
Si un párrafo, una página, una voz, un personaje de mis libros, ha estremecido a una joven lectora en, digamos, un colegio distrital en Ciudad Bolívar, estaré tranquilo. Habré cumplido mi “misión en la tierra”.
Habré entrado al paraíso.