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No parece que la cumbre climática de Glasgow vaya a cambiar nada. Ya ni siquiera China y Rusia -dos de los mayores contaminadores del planeta-, asistieron a la reunión. Los que sí asistieron fueron los burócratas internacionales de siempre. Y los tecnócratas internacionales de siempre. Todos empeñados en hacer de la ciencia climatológica algo cada vez más misterioso y abstruso. Como si en verdad la solución al tremendo lío en el que estamos metidos fuera cuestión de grandes revelaciones y hallazgos. Y no de lo que en realidad es: de decisiones en el ámbito social y político de todos los países del mundo. Sobre todo, de los ricos e industrializados. Se trata del asunto geopolítico.
En fin. Lograr detener en una medida significativa el calentamiento global, significaría dejar de usar combustibles fósiles. Eso lo han dicho los científicos hasta el cansancio. Para empezar, y es sólo un ejemplo, habría que dejar de usar millones y millones de automóviles con motor de combustión. Y dejar de seguir produciéndolos. Millones y millones de nuevos autos que van a asfixiar las calles y las autopistas, tendrían que, por lo menos, ser eléctricos.
Parece imposible.
Parece que estamos sentenciados a contaminar el aire hasta lo inimaginable y a morirnos después. A extinguirnos como especie. Como están las cosas, es como si le diéramos más valor a los carros que a las personas.
Yo, de viejo, odio los carros. No encuentro nada más antipático que un carro. Y más si es lujoso o de lo que llaman alta gama. No les encuentro el menor atractivo. Hay carros que valen tanto, que generan tanta vanidad a sus propietarios envanecidos, carros a los que se les atribuye el poder mágico de hacer a las personas importantes y exitosas, que los miro y siento rabia. Sí, pienso en el daño que hacen al aire y a los árboles y a las fuentes y a las pestañas de los niños, y siento verdadera repulsión por ellos.
¡Ah del hombre que construye su personalidad alrededor de un carro lujoso! Es, por lo general, un hombre de pobre espíritu.
Toda la vida, todas las ciudades, todas las actividades humanas, casi sin excepción, están diseñadas en torno a los carros. Son el gran símbolo de la época moderna. El gran ídolo. El gran fetiche. El carro que tienes, eres tú, es tu self, tu carácter, tu categoría como ser humano.
Por mí, que en lo que me reste de vida, no tenga que manejar nunca más un carro. Nunca. Ni mucho menos poseerlo. No me interesa, me gasto esa plata en cucas, como se decía antes. Cada uno en un carro, hablando por celular, en una especie de receptáculo sagrado y glamuroso al que sólo yo tengo acceso. Y afuera, el aire degradado y la ciudad acogotada. Es totalmente insostenible: mientras sigamos en el embeleco de que los carros son algo codiciable, no tendremos un futuro posible.
La salida es un sistema de transporte público -de personas y de carga-, limpio y eficiente. Es una perogrullada decir eso, pero es la verdad. Eso deberían, en mi humilde opinión, estar discutiendo en Glasgow.
Cómo vamos a reconvertir las inmensas industrias de autos. Cómo conservar esos empleos y taponar, ya no las vías, sino los horribles tubos de escape.
