Ay, la luminosa ilusión, la dulce candidez de la infancia, cuando le escribíamos al Niño Dios pidiéndole. Y aguardábamos con fruición la llegada de la Nochebuena, mirando de reojo el arbolito todas las mañanas.
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Poníamos el portal con la Virgen y San José, con la cunita de paja en medio, y hacíamos con arena, entre la lama y los quiches, el camino de los Reyes Magos y los pastores. Y volvíamos otra vez los ojos para mirar los regalos que, despacio, iban reuniéndose alrededor del pino aromoso, fragante…
Después pasa la vida con sus valles de lágrimas y nos va quitando esas cosas. Perdemos esas cosas como si fueran el precio que tenemos que pagar por crecer, por dejar atrás la niñez y volvernos adultos. Y es que, como dijo alguien, la infancia es nuestra primera patria; quizá la más verdadera. Cuánto perdemos, cuánto, mientras los brazos y las piernas y las pestañas se nos van alargando.
Pero no importa, es diciembre y yo quise escribirle al Niño. Tengo los ojos un poco cansados ya, y las cejas entrecanas, y la frente en sombras algunos momentos y, con frecuencia, días amargos de desesperanza. Y no tengo ya la fe de mi madre, de Beatriz, no tengo ya la fe de mis mayores, pero quise pedirle al Niño, quise escribirle y pedirle tres cosas.
La primera, que cese en mi país la violencia de los hombres contra las niñas, las adolescentes y las mujeres. La violencia sexual, no otra. La segunda, que cese en mi país la violencia contra los indígenas, los líderes comunitarios y los hombres y mujeres que se han reincorporado. Y la tercera, que metan a la cárcel más oscura posible al criminal Benjamin Netanyahu y al criminal Vladimir Putin. A la prisión más honda y más helada y más oscura. Y que cese la violencia contra los niños, las niñas, las madres y los jóvenes inermes, en Gaza, Israel y Ucrania.
Esos fueron mis deseos. Son los que puse en la carta. Como tantas y tantas personas a través de los tiempos, llegando Navidad levanto sediento la cara al cielo. Ya no puedo orar, lo sé. Sé que nadie me escucha, pero a veces flaqueo, dudo, tiemblo y necesito la esperanza. Es que, de veras, somos nosotros, los seres humanos, los hombres y las mujeres andando sobre la tierra los que necesitamos crear a dios.
Estaba al tanto de eso que decían los marxistas antaño: “Cuando falla la práctica, surge la ideología”. Lo sabía muy bien. Pero me importó un bledo. Era diciembre y quería darme la licencia de creer, de tener la fe “del carbonero”, que cree sin razones, pruebas ni silogismos.
Nuestro presidente actúa con torpeza, con buena intención, pero con torpeza, y ensangrienta todavía más a su país. En otro orden de las cosas, un mandatario ordena a su ejército que invada a otro país y mate a miles y miles de civiles. Y otro ordena la muerte de 10.000 niños y sus madres y sus comunidades, para tomarse una venganza.
En verdad, este mundo está tan mal, que necesitamos ayuda divina. Así la pidamos sabiendo que no existe.