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En el barrio Villa del Rosario, en la localidad de Puente Aranda, entre el 23 y 24 de mayo pasado, fueron encontrados muertos todos los miembros de una familia. La familia Acosta Delgado.
Pienso en ellos y siento ganas de gritar. El terrible desasosiego. Siento que esa familia colombiana, esa desesperación y esa oscuridad de una familia colombiana, están hechas de las moléculas de todos nosotros, de las lagrimas que todos hemos llorado, de las telas negras de los lutos que todos hemos tenido en esta vida. Siento que debo gritar, que debo maldecir al mundo mil veces.
Es que en verdad no murieron unas personas -Jairo, Vivian Marcela y sus dos hijos adolescentes-, extrañas, distantes, ajenas, no, se murió una familia nuestra, de todos en este país, unos seres humanos que son esencia pura de todos los seres humanos de este país, de todas las familias que componen la nación nuestra tan agobiada y doliente.
En el momento en que Jairo vio a su esposa y a su hija y a su hijo muertos, se mató. Se infligió heridas mortales con un cuchillo. Yo no sé a ciencia cierta qué fue lo que pasó, ya no me importa, solo sé que el padre vio a su familia muerta y se quitó la vida. Ese es el desenlace terrible, que cubrió de tragedia no solo al barrio Villa del Rosario en la localidad de Puente Aranda, sino a toda Bogotá, a toda Colombia.
Al morir esa familia, perdimos todos. Fracasamos todos. Quedamos todos vencidos, quebrantados. Cuando esa familia se cayó a un abismo tan hondo y tan angustioso, caímos todos. Toda Colombia, nuestro país, nuestra madre que al ver a sus hijos morir así, enmudeció y ocultó la cara.
El porvenir, los días dulces y promisorios a los que todos deberíamos tener derecho, se cortaron de tajo para los Acosta Delgado. Y también se ensombrecieron para muchas personas que son su familia, sus vecinos, y todos los que alguna vez los vieron respirar y reír como una familia, sin saber que acaso estaban apesadumbrados. ¿Qué debimos hacer distinto, como sociedad, como seres humanos, qué pudimos hacer distinto? ¿Qué hechos concatenados con maldad, con perversidad, se enlazaron para que esto ocurriera? Y ¿por qué no los vimos, por qué no los advertimos? ¿En dónde estábamos cuando este dolor estaba agazapado, silencioso, artero, y empezó a estirar sus dedos deformes hasta tocar a esta familia?
No mueren las personas así, un matrimonio joven y sus hijos, no mueren, no pueden morir así, sin que como nación nos miremos las manos, nos miremos a los ojos, nos miremos las entrañas y la sangre. Esto que ocurrió no nos puede ser ajeno. Esto nos golpea a todos, nos da un manotazo a todos.
Un mínimo acto de humanidad, de conmiseración, nos fuerza, nos obliga a que nos preguntemos, como nación entera, qué hemos podido hacer mejor para evitar este dolor y este fracaso tan inmensos. La muerte de los Acosta Delgado no nos puede ser ajena. Nos tiene que erizar la piel y llenar de tinieblas el corazón y los ojos.

Por Gonzalo Mallarino Flórez
