Todos los países del mundo son los mejores países del mundo. Y su gente es la más bella del mundo, la más dulce, la que tiene más gracia, la más trabajadora, la más valiente, la más heroica.
No hay una nación mejor que otra. No hay una nación escogida.
La gente de una nación, las mujeres y los hombres, los niños y las niñas, son en general buenos y buenas. La gente es buena instintivamente. Creo que tenía razón Hölderlin cuando decía eso de que el hombre habita poéticamente el mundo. No solo por las grandes creaciones humanas, que son de enorme belleza y de inmenso mérito, sino porque ser amoroso con los demás, ser solidario con los demás, ser clemente con los demás, es en verdad una forma de habitar poéticamente la Tierra.
Sé que los seres humanos son capaces también de actos de maldad inconcebible. Sobre todo los hombres, los varones, aquellos con poder, o ambición voraz, o fobias e ideologías torvas, o vanidosos y ególatras, mendaces o cínicos. Pero son pocos. Son un puñado en el decurso copioso de la historia. Pero sí, es verdad, han causado mucho dolor y han degradado la esencia, el espíritu de lo humano.
En fin, digo estas bagatelas porque siento que de viejo quiero más a Colombia. Es un amor que ahora se amplía, se expande como un mar, sí, un mar interior de hipocampos y de plancton. Y que me hace estremecer. Ahora quiero a mi país con estremecimiento. Y creo que en general a todos y todas nos pasa eso cuando envejecemos. Sé que no he vivido una guerra mundial, no he visto a mi país ser bombardeado, no he vivido una dictadura, jamás he tenido que exiliarme, he tenido siempre el pan necesario, la libertad, el amor… pero, aun así, todos los países deben ser como una madre para la gente, para sus naciones. Con los brazos y los labios y el pecho y el olor de una madre.
Y estas cosas se ahondan en la vejez. Se hacen más diáfanas, más sensitivas, más luminosas. Podría, ahora, aquí, ya mismo, no volver a salir jamás de Colombia. Podría no volver a viajar jamás a otras comarcas. No tendría problema. Creo que ya lo dije alguna vez, pero vuelvo a decirlo, renuncio a todo eso sin problema. Pero no me quiten a Colombia. No me quiten la tierra caliente, ni el mar de verdad, ni la neblina, ni la canción de la gente, ni sus lágrimas, ni el aroma del pan, ni los “ángeles del humo de la sopa”. Eso sí no. No me quiten mis piernas para ir por mi país, ni el aire en los alveolos, ni las manos para tocar a Colombia.
Aquí está el pasaporte. Renuncio a él. Si el precio es no poder volver jamás, o perder una arboleda nuestra, un río poblado de pájaros y lavanderas, de hojas y libélulas. Aquí está el pasaporte, no tengo ningún problema en entregarlo.
Un fado de Amália Rodrigues, una estrofa de Lorca, un lila que espejea en el agua que pintara Claude Monet… sí, formas poéticas de habitar el mundo. Pero también una colombiana, como hay miles, que trabaja y ama y protege a sus hijos.