Es decir, finalmente, es solo un artificio. No puede compararse con la de los seres vivos -no solo seres humanos-, porque no está teñida de emociones, de instinto, de hondura moral, de retribución vital y poética.
Siempre será más trascendental y estremecedora una madre -una joven mujer, una leona, una torcaza- que recorre inmensas distancias guiada por su instinto, para llevar alimento a sus crías; o que se juega la vida por protegerlas. Una madre que preserva a su especie vale mil veces más que todos los artificios de los procesadores y los chips y los circuitos integrados y los programas, que finalmente emulan y falsifican la mente humana que los inventó.
Como tal sucedáneo, como tal subproducto, está ocasionando por el mundo entero mucho daño. Por ejemplo, cuando la empresa Amazon despide, como sucedió la semana pasada, a 14.000 personas de sus plantas porque el trabajo que hacían lo puede hacer la Inteligencia Artificial, yo no pienso bien de Amazon, pienso mal de sus dueños y accionistas, que son capaces de dejar sin trabajo, es decir, sin forma de poner comida en su mesa y proveer educación y salud y un techo para sus familias, a 14.000 seres humanos.
La ONU, la OIT y los sistemas globales de regulación deberían prohibir contundentemente eso. Ninguna empresa, de aquí en adelante, puede reemplazar el trabajo de los seres humanos por el de la Inteligencia Artificial. Ninguna. En ninguna circunstancia y en ningún lugar del mundo. Queda completamente prohibido. En defensa de los seres humanos, esa práctica -que guía una supuesta “optimización” de los recursos y una cuestionable “maximización” de las utilidades y los retornos financieros-, queda proscrita, por perversa y deshumanizada.
Al morir, dijo Stephen Hawking, ese gran físico teórico y cosmólogo -que a pesar de estar atado a una silla de ruedas, era más libre y más ágil y más transformador del destino humano, que millones y millones de nosotros-, que se iba al otro mundo, a la muerte infinita e incesante, con tres miedos inmensos: el posible sojuzgamiento de la especie humana por parte de una civilización extraterrestre; la destrucción, ya casi inevitable, del planeta y de los recursos naturales; y la robotización y automatización impuesta a troche y moche por la “inteligencia” emanada de los computadores y los súper procesadores.
Ya, como queda visto, se están verificando dos de sus tres temores como actuales y vigentes fuerzas destructivas. Ya están sucediendo. Pero todavía podemos actuar. Hagamos más conciertos, más festivales de poesía, más exhibiciones de pintura, más programas contra el hambre y la injusticia, y menos programas de Inteligencia Artificial, si se corre el riesgo de engolosinarnos con la informática y la tecnología hasta el punto de deshumanizarnos.
Esa es la consigna: ¡vivan los besos y los abrazos y las lágrimas de la emoción -todo lo que nos congregue-, y abajo la reverenciada Inteligencia Artificial!