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He estado pensando en estos días sobre la naturaleza y el significado de la muerte. No la mía, necesariamente, la de cualquiera. Decía don Jorge Manrique en las Coplas por la muerte de su padre:
“… así que no hay cosa fuerte/que a papas y emperadores/y prelados/así los trata la Muerte/como a los pobres pastores/de ganados”.
Aquello fue escrito en la última parte del siglo XV, hace más de 500 años, y han dicho con frecuencia los entendidos que es uno de los momentos más altos de la poesía en nuestra lengua.
Pero no es de eso de lo que quiero hablar. Más bien lo que busco es recordar la transparente y dolorosa sabiduría de esos versos. La de que por mucho que porfiemos, la muerte nos espera todos. Nos hace iguales a todos. Nos desnuda a todos. Envueltos en la mortaja, todos somos iguales.
Tanta sed de triunfar, tanta ambición, tanta vanidad y, al final, nada, a la tierra, al hummus, a la fosa de la muerte.
“Yo, compasiva, te ofrezco/lejos del mundo un asilo…”, decía Espronceda por su parte, como si de vivir nos cansáramos, nos agotáramos, y la muerte fuera un descanso.
¿Cuál es entonces el sentido de la vida? ¿Para qué vivimos? ¿Para qué vinimos?
Pues nada, son las elementales relaciones de causalidad. Unos acontecimientos son producto de otros, simplemente. Unas causas y unos efectos. Desde la singularidad del Big Bang, hasta la pequeña hormiguita que ahora corre por el dorso de mi mano. No hay nada más, a mi entender. No hay un dios creador y menos un dios providente. Somos apenas un episodio sin importancia ni trascendencia en el tiempo infinito del cosmos.
Y sin embargo, necesitamos una respuesta.
Un sentido humano a todo esto, a este misterio de haber venido, de haber vivido. ¡Claro que sí! Aquí están las mujeres, y los niños y las niñas, y el agua de la tierra y las ceibas inmensas, y todo eso nos lleva a pensar en el mañana. Está en nuestra naturaleza, somos así. Necesitamos un sentido.
Si no hay paraíso ni condenación, si solo nos espera la extinción -por lo menos para los que no tenemos fe religiosa-, tal vez la respuesta está en palabras como las que dijo alguna vez Carl Sagan. ¿Recuerdan eso tan bello de “A pale blue dot” (“un pálido punto azul”)?
Por ahí está el video en YouTube. Esas palabras de ese científico dulce y compasivo, ante la visión de la Tierra desde millones y millones de kilómetros de distancia. Un puntico azul en medio de la noche oscura del espacio exterior. La noción era que no va a venir nadie a ayudarnos, que lo que tenemos es este planeta, por unos segundos. Que estamos solos y sólo la compasión y el amor nos darán sentido. Como especie.
Conquistar, vencer, poseer, doblegar a los demás, elevarse vanamente sobre los otros, todo eso como destino individual, único y obsesionante, no parece que tenga mucho sentido ya. A estas alturas y visto lo que hemos visto de la historia humana.
En todo caso, para los que no ven sino a través de sus ojos de ambición y predominio, quedan las enseñanzas de la poesía. Las de Manrique y Espronceda. Y ya entrados en gastos, terminemos con otra cita de poeta español, esta vez de Machado, para bajarles los humos a los más soberbios y porfiados:
“Un golpe de ataúd en tierra es algo perfectamente serio”.
