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Sentí dolor cuando asesinaron a Lucas Villa.
Fue en Pereira, el crimen fue en Pereira, hubiera dicho don Antonio Machado, como cuando mataron a García Lorca en Granada. Sí, me dolió. Lucas Villa tenía muy buena energía, era un bacán. Cantaba, saltaba, gritaba, se contorsionaba.
¿Qué quería en la calle, qué pedía, qué defendía? ¿Qué piden, por qué claman los jóvenes? Los jóvenes que son también las jóvenes, ¿no?, las mujeres. ¿Qué piden?
Decencia. Piden, yo creo, que el Estado y el Gobierno sean decentes. Que no sean falaces, ni indolentes, ni ineptos. Entonces, uno, una, por la calle, pidiendo con canciones que los que nos gobiernan y las instituciones sean decentes. Una lucha desigual. Pero poética.
Una muchacha, un muchacho, con un tambor, con una flauta, con unas maracas o un sonajero, valiéndose del cuerpo que baila, que transmite, que une, que hermana. Usando la voz que canta, usando las manos. Hay algo naive en ese acto, en esas manifestaciones que hemos visto en la calle en los últimos cuarenta días. Y eso, justamente, es lo que las hace puras. Que no hay nada soterrado, que no hay nada escondido. Que son insobornables, que tienen la fuerza de los hombres y las mujeres jóvenes de un país, simplemente. Que están concebidas a escala humana, pero son más altas.
La música de los jóvenes es invencible. Ya pueden matar otra vez a Lucas. Ya pueden seguir lastimando y acosando y hostilizando a los jóvenes. Su canción es tan cierta, tan verdadera, tan necesaria, que nunca podrán acallarla. Porque piden solamente lo que les tocaría. Lo que les correspondería en un país decente. Ninguno de ellos, de ellas, quiere ser presidente de la república o senador. No. Aquí estamos hablando de cosas importantes. De destinos humanos. Sencillos, vitales, colmados de sentido, destinos humanos. De ser un niño que juega en paz en la calle, una muchacha que besa cuando quiere, soberanamente, un estudiante que mira girar unos átomos en un laboratorio, una pareja que nutre la flor del amor y vive uno en pos uno del otro.
Es la gente. Los jóvenes, con su canción, defienden a la gente. A la que viene de antes y a la que vendrá después. El mundo que buscan erigir es mejor. No tiene las mentiras de nosotros los viejos. Y ellos solo tienen su pecho. Solo ponen su pecho. No tienen armas, ni odio, ni sed de dinero o de poder. Solo ponen el pecho. Solo tienen su cuerpo y su canción. Y sus ojos de fervor.
Siempre, a lo largo de los años, cuando los adultos y los viejos nos anestesiamos, mejor dicho, cuando el sueño de la razón produce sus monstruos, son los jóvenes los que nos despiertan y nos vuelven a la vida. A las razones de la vida. A esa gota de sereno que debemos proteger siempre, en el cuenco de la mano.
En verdad, nada hay tan valioso como el tiempo futuro, el tempo por venir que nos da la esperanza. Eso es lo que ellas, ellos, representan. Nosotros ya columbramos la muerte. Ellos y ellas son inmortales. Y su intención y su ademán sagrados.
