De todas las cosas que le pasan a uno cuando empieza a envejecer, una me ha estremecido. Es la nostalgia del tiempo pasado. Una nostalgia que me llena las moléculas de lágrimas, en cada tejido que duele. Una nostalgia que me hunde en una tristeza orgánica, viva, sensitiva hasta la desesperación. Una melancolía que me aminora la respiración y me hace temblar los párpados.
Siento el gorjeo de los pájaros en los árboles de mi infancia en Cali. Yo, sentado en el andén, de tres años, en calzoncillos, y los pájaros cantando mientras caen sobre mi cabeza tibia unas flores que dan vueltas y unas esporas que desprenden un polvillo de oro. Nunca, como en este momento de mi vida, me ha dolido tanto haber perdido esos días. Ese tiempo, esa forma dulce y lentísima de transcurrir la mañana. Nunca. Vuelvo la cabeza y miro a mi niñera negra, que me sonríe y me acaricia con la mano delgada. “Niño Mono, niño Mono”, me dice, y me susurra una canción.
Siento el viento suave del campo de Sasaima en los vellos de los brazos. Siento el perfume de las trenzas de mi prima. Siento la luz cromática, en fragmentos de cristal irisado, en mis ojos que miran los corozos de la palma después de bostezar. Es la molicie, la dicha dulce y expansiva del mediodía. Siento abajo el río que golpea contra las piedras forradas de musgo. Siento la sombra húmeda del bosque y los gritos de loros y las lianas y las hojas inmensas que nos cubren llenas de savia y de agua. Si en ese momento canta Serrat, el Serrat de Cantares o el de Mi niñez, o si canta Paco Ibáñez Palabras para Julia, o Como tú, me puedo morir. No soy capaz de resistirlo.
Y si cantan los Beatles, o Elton John, o I Pooh, vuelvo a los primeros cuellos, a los primeros labios, a las primeras noches llenas de un miedo delicioso y de un misterio incesante. La Sabana de eucaliptos y quebradas y neblina, una habitación en Pablo VI, el cine en el Almirante, el concierto de Aranjuez en el Colón y un pecho perfumado. Una estancia de luz sepia en la tierra caliente, cuando sucedieron aquellos besos lúbricos. Una novia que tenía los ojos azules más bellos del mundo y se ha muerto tan pronto.
Todo duele tanto.
Ahora estamos con Carmen mirando el mar del Golfo de Morrosquillo. Tenemos treinta años y los niños están pequeñitos y van corriendo por la playa. El sol les hace brillar la espalda. Les hace brillar los ojos negros y las bocas rojas. Carmen y yo estamos jovencitos. Hemos tenido ya constataciones muy profundas del amor y de la dicha. Hemos tenido ya dolores muy profundos y aún en esos momentos en que ha caído el llanto, hemos sido felices de alguna manera, dulces, clementes, verdaderos, y hemos permanecido juntos y hemos renovado hasta hoy, la canción, la promesa de nuestro amor.
Todo eso duele tanto ahora.
Es como si construyéramos, minuciosamente, la nostalgia que nos va aplastar más tarde. No sabíamos que ese tiempo no era gratis. Que iba a doler y a pesar tanto.