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Los talibanes, los hombres que gobiernan en Afganistán, han prohibido que la voz de las mujeres se oiga en los espacios públicos. Han sentenciado que es un “atributo íntimo” de las mujeres, que puede inclinar a esos hombres castos y virtuosos que son ellos, “al vicio”. Ya les habían prohibido que mostraran su rostro y su cuerpo por la misma razón, porque inducen a esos hombres puros a una conducta inmoral.
Sobra decir que también les prohíben que estudien, que participen en política o en movimientos sociales o culturales, que viajen o que se reúnan con otras personas fuera del ámbito familiar. Mejor dicho, no pueden tener amigos, no pueden ni mirar a un hombre en la calle, están absolutamente bajo el yugo de sus esposos o de sus padres o de sus hermanos. No tienen ningún albedrío, no tienen derechos civiles.
Para los talibanes, las mujeres son una incitación al pecado, a la indecencia. Hay que tolerarlas porque son imprescindibles en la reproducción, pero hay que quebrarles el espíritu y la voluntad, disminuyéndolas, invalidándolas, desapareciéndolas, aterrorizándolas, para que estén totalmente sometidas a los hombres. Y hay que empezar a asegurarse de que esto sea así, desde temprano, desde que son niñas.
Son las leyes de la sharía, la ley islámica. Ley que, desde luego, escribieron los hombres y que son antiguas. Es decir, los afganos son patriarcales, misóginos y violentan y humillan a las mujeres hace mucho tiempo. Por esto que digo, porque su ley y su credo religioso afirman que las mujeres y sus cuerpos y, ahora, sus voces, son una tentación que puede envilecerlos, que puede degradarlos. Son un peligro y una desviación del camino que ellos deben seguir -tal como lo dicen sus “leyes divinas”-, como los hombres justos, sabios y piadosos que son.
Por supuesto, el llamado ‘mundo occidental’ ha creado también formas brutales y, al mismo tiempo, sofisticadas, para engañar, para quebrantar a las mujeres, para explotarlas, para violarlas, para silenciarlas, para someterlas. Pero acá, por lo menos, estamos al tanto, estamos alertas, tenemos que estarlo, y lo denunciamos, lo combatimos, lo condenamos. Y tratamos, todos los días, en muchas sociedades, de visibilizarlo y de castigarlo. Y hay instancias y espacios de todo tipo y naturaleza en los que se han hecho avances. Que lo digan si no, logros como el movimiento feminista, con todas sus capas y tesituras, que es, a mi entender, de lo poco que le da esperanza y porvenir a este mundo y a esta especie humana.
Pero, según parece, en las naciones islámicas las mujeres no tienen ninguna esperanza. Y a mí, por lo menos, me tiene sin cuidado que el islam sea antiquísimo o lo que “designe” Alá o cualquier dios. Los talibanes son unos desgraciados. El mal no está en las mujeres, está en ellos. Es del mal que tienen adentro de sus instintos, de sus oscuridades, de sus deformaciones vitales, de lo que se quieren proteger.

Por Gonzalo Mallarino Flórez
