Está perfectamente claro que las condenas proferidas por la JEP parecen insignificantes frente al horror de los crímenes cometidos por quienes comparecieron ante ese tribunal. Tanto los comandantes guerrilleros, como los militares de todo rango.
Muchos de ellos gozan hoy en día de un tratamiento judicial en extremo benigno y favorable, que produce un nuevo dolor en miles de víctimas, quienes sienten que no hubo justicia para ellas. Son las víctimas de muchos años de violencia y degradación del Estado colombiano y de sus élites y dirigencias en muchos ámbitos. Porque a esa criminalidad, no lo olvidemos ni por un segundo, están ligados políticos, empresarios, líderes gremiales, periodistas, jueces y un amplio catálogo de figuras prominentes del Establecimiento. No lo olvidemos nunca.
Ante ese dolor, quien no lo ha sentido en carne propia, no tiene derecho a decir nada. Ver caer asesinado a alguien de la sangre y la entraña de uno –su padre, su madre, su hijo, su hija–, o saberlo secuestrado, perseguido, vejado, desposeído, extorsionado, violentado, desplazado, aterrorizado y confinado, tiene que ser un dolor simplemente inconcebible. Por eso uno no puede pedir ni mucho menos exigir la conformidad ante las decisiones de la JEP, de ninguna de las víctimas.
Ahora, no es menos cierto que el acuerdo de paz con las FARC produjo no solo la desmovilización de más de 13.000 guerrilleros, sino tres conquistas históricas de la civilidad colombiana: la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas, la Comisión de la Verdad, y la ya mencionada justicia transicional. Gracias a esos tres logros monumentales sabemos y conocemos con toda precisión –documental, factual, judicial–, los hechos y los crímenes enumerados antes.
¿Ustedes se imaginan lo que sería la “historia” reciente de Colombia si la hubiera escrito el expresidente Álvaro Uribe y sus áulicos en ciertos segmentos de la sociedad, de la prensa, del empresariado, de los tribunales y de los centros de poder de toda laya? ¿Se imaginan esa perversión? Buena parte de esto que ya sabemos estaría sepultado y escondido, sería negado, desaparecido para siempre. Como si no hubiera sucedido. ¡Qué horror, como si no hubiera sucedido!
Claro que nuestra nación está destrozada y adolorida, ¿quién va a ser tan ciego para negar eso? Pero, por lo menos, ahora, gracias a que conocemos la verdad, tenemos chance de sanarnos y de encontrar algún día la paz. En cambio, si miles de muertos que hay bajo nuestra tierra, bajo el pasto y el barro y el agua de nuestro territorio, estuvieran condenados al anonimato y al olvido, no tendríamos nada. No tendríamos porvenir, iríamos como ovejas al precipicio.
La sociedad colombiana, la civilidad colombiana, ha creado, con sus manos y con sus potencias morales, las maneras de hallar y preservar la verdad. Ojalá, algún día, esto nos sirva para encontrar la fraternidad y un destino colectivo como nación.