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Me pareció de importante valor simbólico que un grupo de indígenas hubieran tumbado la estatua de Belalcázar en Cali.
Se admite que fue un acto revestido de violencia. Y la violencia se propaga. Como el miedo. Eso no es deseable. En la Colombia de hoy, no es ni siquiera tolerable. Ya en ese momento, un empujón, un puño, un grito malo, están muy cerca de suceder y generar más violencia. No se diga si llega la policía. O el temible ESMAD.
Pero quién puede discutir que el asunto de la Conquista hay que volverlo a hablar. Hay que reeditarlo. Es urgentísimo. No para cambiar el pasado, sus hechos y circunstancias, eso ya es inalterable. Pero sí para volver a leerlo y a mirarlo. Y entenderlo a la luz de los seres humanos y las sociedades que somos hoy en día.
Y más todavía, para revisar el presente y concebir el futuro, sopesarlo, entreverlo en busca de lo más justo y proporcionado. Mejor dicho, para revaluar nuestro “contrato social”, nada menos. Los indígenas fueron expoliados y masacrados. Eso es un hecho. La Conquista fue terriblemente cruenta. ¿Por qué, entonces, habrían ellos de mirar con admiración o respeto a Belalcázar? ¿Por qué habríamos todos los colombianos de hacerlo? ¿Por qué? Discutámoslo.
Pero además, cómo repercutió históricamente la Conquista, cómo se tradujo en las circunstancias presentes, en el estatuto actual de los indígenas en la sociedad colombiana. Eso habría que revisarlo. Y si eso empieza por la defenestración de Belalcázar en Cali, pues así será. Si me preguntan a mí, yo creo que hay que remover todas las estatuas de los conquistadores españoles. Pero con un acuerdo, con una discusión democrática, sin violencia. Y oyendo a todo el mundo. Esto, dicho por quien ha querido mucho a sus amigos españoles. Mucho.
El asunto es que yo no veo al Concejo Municipal de Cali, ni a ninguna corporación pública, tramitando este asunto. Dándoles a los indígenas -y dándonos a todos como colombianos-, la oportunidad de tener esa discusión. No lo veo. En la sociedad actual que somos, es casi imposible. Entonces, ¿qué hacemos?
A mí me parece que en nuestra sociedad, esta que durante 200 años de vida republicana hemos hecho tan terriblemente injusta y desigual, tan deshumanizada ya, nadie hay tan quebrantado, tan abatido, como una mujer indígena, descalza, pidiendo limosna en la calle. Está más adolorida que cualquier mujer adolorida de este país. En cualquier barrio, en cualquier calle, en cualquier ámbito social colombiano. Ella y sus hijos pegados a sus piernas.
Un chiquito indígena, con la cara más bella del mundo, me decía el sábado pasado a través de una verja, mientras yo hacía ejercicio en un patio, unas palabras que yo no le entendía: “chama chachu”, “macha chabra”, “tancha mabre”. ¡Yo no le entendía! Al cabo, cruzó la calle y fue a donde estaba su abuela, en la acera de enfrente, seguramente para preguntarle. Y volvió. Por lo demás, una hora después supe que no era un niño sino una niña, y que tenía cuatro años, y que se llamaba María José. Pero bueno, volvió y ya le entendí, lo que me estaba tratando de decir con su voz, era: “mucha hambre, mucha hambre”. María José. Cuatro años.
