Algunos rasgos de la cultura predominante parecieran inclinarnos desde muy temprano en la vida, a reventar a codazos a los demás. A ser vencedores a toda costa. A imponernos y doblegar a los otros.
O en todo caso, a no ser tontos ni blandos. El mensaje es que tenemos que educar a los niños para que cuando grandes sean triunfadores, sean, por ejemplo, presidentes de un banco o de una compañía multinacional. Ese es el destino más codiciable. Y seguramente está bien.
Y hay que enseñarles lenguas extranjeras para que puedan desenvolverse en el mundo. O nos quedamos por fuera de la ola del progreso internacional. Pero en ocasiones esto se hará a expensas de nuestra propia lengua. Si quieres, no hables con corrección tu lengua, no es tan importante. No sepas cómo escribir una palabra para nombrar una fruta cuyo almíbar has sentido correr entre tus dedos, o un pájaro que oyes cantar todas las mañanas en tu ventana, o un árbol cuyas ramas mueve suavemente el viento y trae solaz a tu casa. No sepas nombrar un poeta que en tu lengua haya creado el amor y el mundo una vez más.
Ahora sé que por esa razón, por el peligro de perder las palabras que son nuestras desde que mamamos del pecho, que nos atan con fuerza a nuestra tierra y a nuestros dolores y sueños, un viejo maestro recomendaba no enseñar a los niños otros idiomas ni en el jardín ni en la primaria. En estas épocas eso sería incomprensible, lo comprendo...
Pero ahora entiendo también qué quería decir cuando hablaba de sembrar en el corazón de los niños un amor impostergable por su país. ¡Claro! ¡Había que empezar por la lengua! La lengua que es nuestra madre también, que también nos amamanta. Que dibuja los rasgos de nuestra cara. La forma de nuestro corazón. La extensión de nuestras manos.
Hace poco leí que era posible postular la idea de que una comunidad humana, hace cientos de miles de años, había alcanzado hitos formidables de civilización. En ese momento no habría vestigios de un gran templo, de una ciudad asombrosa, de una prodigiosa máquina de guerra, de un tesoro de joyas y reliquias. No, apenas unas piezas de arcilla, unos toscos instrumentos de piedra.
Entonces, una famosa científica explicó: hemos encontrado bajo la tierra un fémur con señales de haberse fracturado y de haberse sanado. Es decir, aquí cayó un hombre, o una mujer, mejor, que se partió una pierna. Y los otros, los demás, la esperaron. Todos se detuvieron y la esperaron y la ayudaron a sanar. Ahí está la cicatriz. Y tenemos así, ante los ojos, la comprobación de que entre estas gentes, entre estos humanos rudimentarios, ya había nacido la noción de la clemencia.
Tal vez junto a los idiomas extranjeros debemos enseñar a nuestros niños la clemencia. En su lengua. Y todas las formas de la bondad que nacen de ella, todos los ríos de esa cuenca fructífera que son la ternura, la solidaridad, el apego de unos por los otros, la espera, la entrega.
A lo mejor así no habría tanta violencia. Como hay ahora por las calles, por los campos. No estarían las sociedades humanas degradadas de esta manera.