Se ha pronunciado la Corte Suprema de Justicia en defensa de las mujeres.
Se trata en este caso de las mujeres que quedaron viudas antes de la promulgación de la Constitución de 1991 y que habiendo obtenido una pensión de viudez, la perdían si se volvían a casar.
Bueno, es sorprendente esto. Yo no lo sabía. Parece de otra época. Como cuando las mujeres no podían heredar directamente bienes y tener un patrimonio, o cuando no podían votar, o cuando no podían entrar a una universidad. O cuando no podían abortar libremente, sin que la sociedad las satanizara y el Estado las metiera a la cárcel. En fin, la sociedad patriarcal en su esplendor.
Pero volvamos a las viudas.
Es como si las normas legales anteriores dispusieran que la mujer sólo podía disfrutar de la pensión de viudez si seguía siendo eternamente viuda y llorando a su esposo muerto. Ese era el rol social que le correspondía. Esa era la compensación por sus lágrimas, su soledad y su abnegación. Dolores todos a los que estaba destinada, que le correspondían, que no podía evadir sin faltar al decoro y a la virtud moral y religiosa.
¡Ay de que quisiera que unos labios nuevos besaran su boca y sus manos!
Y si lo hiciera, si tuviera la intención de hacerlo, si su corazón y su piel tuvieran ese anhelo, ¡se le quitaba inmediatamente la pensión! Como un castigo. Claro, el asunto legal, el espíritu de la ley como dicen, diría que esa mujer ya no necesitaba la pensión porque ya tenía la protección de otro esposo, de otro hombre.
Por supuesto, ni se planteaba la situación contraria, la de un hombre viudo. No habría viudos recibiendo una pensión proveniente de la esposa muerta. Ni mucho menos perdiendo esa pensión si se volvían a casar. Justamente, eso era lo deseable, lo recomendable, que ese pobre hombre encontrara pronto una nueva esposa que le cuidara los hijos, le mantuviera la casa, y le alegrara un poco sus soledades.
¡Las viudas, no!
Ellas, a llorar, con su mantilla negra y su silencio y su recato. Como en La Casa de Bernarda Alba, de Lorca. Las puertas y las ventanas tapiadas, para que ni el sol ni el viento de la calle entraran.
Ha obrado bien la Corte. Las luchas de las mujeres son miles y no parecen acabar nunca. De veras, han sido siglos y siglos de los hombres -léase, esposos, jueces, papas, curas, estadistas, potentados-, sojuzgándolas, persiguiéndolas y condenándolas.
Este es un asunto legal y jurídico sólo en principio. Todos sabemos el contenido latente que tiene en materia moral y religiosa. Cuántos siglos ha estado la religión esparciendo por el aire los miasmas de la culpa y la condenación.
Nada ha torturado más a miríadas de hombres a lo largo de la historia, que el cuerpo de las mujeres. Que sus besos y el hondo misterio de su placer y su amor y su entrega. Como si hubieran solicitado y al mismo tiempo temido el goce de las mujeres.
“Con el favor y desdén/tenéis condición igual,/quejándoos, si os tratan mal,/burlándoos, si os quieren bien”, dijo Sor Juana Inés de la Cruz en el siglo XVII.
:format(jpeg)/s3.amazonaws.com/arc-authors/elespectador/a95d9058-374f-4124-9f08-ee81cfffa0ad.png)