Es incomprensible que no sepamos con certeza si los niños indígenas se salvaron. Es jueves ahora que escribo, en la mañana, y no lo sabemos. Es inexplicable.
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A Lesly, la niña indígena de 13 años que habría mantenido con vida a sus tres hermanitos en las selvas del Caquetá, incluido un bebé de 11 meses, la tengo en lo hondo del corazón. Pienso en ella, o hablo de ella, y se me anegan los ojos. De la angustia de imaginarla yendo por entre los árboles enormes y los matorrales y las resinas de hormigas y culebras. Con esos niños prendidos de la cintura y el bebé en los brazos. 17 días con sus noches, después de salvarse en el accidente de la avioneta en que viajaban todos y en el que se mató su mamá.
La comunidad indígena y el ejército los han buscado sin descanso. La niña habría sido capaz de vencer el miedo a la muerte, que estaba ahí a su lado, bien cerquita, y el miedo a la selva. A alguien se le ocurrió grabar la voz de la abuela hablándoles a sus nietos en lengua indígena y los rescatistas la han puesto en un megáfono todo el tiempo, mientras los buscan. Ellos han seguido el rastro de las frutas mordisqueadas por los niños y de las camas hechas de ramas.
Tal vez Colombia tiene esperanza. Si estos chiquitos de salvaron, tal vez el mundo tiene esperanza. Tal vez es verdad eso que dijo alguien, que el Hombre habita el mundo poéticamente. No es solo que los que no se mataron al caer la avioneta hayan sido justamente los niños –lo que ya es una bellísima alegoría–, sino lo que pasa después. Esa forma de lo instintivo, de lo hondamente vital, de lo desesperado por vivir, y seguir y seguir y tratar de respirar un segundo más. Tal como habrían hecho Lesly y sus hermanitos. Ellos, los pequeñitos, mirando todo el tiempo las manos y los ojos de la hermana mayor, que no los dejaba quedarse ahí, entre los matorrales. No los dejaba quedarse agotados y vencidos en el piso porque la selva se los hubiera comido.
Y ahora, pensemos en esto por un segundo:
Con qué fuerza física y moral, con qué clarividencia antigua habría sido capaz Lesly de tomar la primera, esencial decisión. La de apartarse de la avioneta destrozada y hundida de pico entre las lianas y los juncos, y en la que estaba el cuerpo sin vida de su madre. Cómo le diría en su lengua a su madre: mamá, nos tenemos que ir, usted lo entiende, si no nos morimos aquí. Mamita, yo la quiero mucho, me va a hacer mucha falta, pero nos tenemos que ir…
Y a los chiquitos: niños, nos tenemos que ir, besen, abracen una última vez a la mamá, porque tenemos que arrancar, tenemos que movernos. O si no nos morimos todos. Abrácenla, bésenla en la frente, llévense en el corazón y en las pestañas su imagen, su cara dormida que nos sonríe desde un mundo ya en sombras…
Sí. Esa niña de 13 años, Lesly, y esos niños, habitan poéticamente el mundo. Son, los cuatro, con sus frentes rasguñadas y sucias, toda la poesía del mundo en este momento. La más pura y vital poesía.
Ojalá, cuando ustedes lean estas letras, ya se haya confirmado que están vivos.