El arroz solo me ha dado felicidad.
Cuando está recién hecho, por ejemplo, en la olla todavía, caliente, despidiendo volutas de vapor, meter una cuchara y comerse un primer bocado inaugural. ¡Qué dicha tan grande! Vuelvo años en el pasado, hasta mi infancia en Cali. Su fragancia y su sabor son pura Colombia para mi corazón y mis recuerdos, pura Colombia intensa y saturada en las encías y el paladar.
Yo creo que no hay biografía de ningún colombiano o colombiana que no tenga el arroz delicioso y fraternal en la mesa del comedor, o en el fogón de la cocina. A veces entro allí sin que nadie se dé cuenta, sin prender la luz si ya ha caído la noche, y me como una cucharada de arroz ya frío. Me dan ganas de llorar de la felicidad, en lo oscuro, en el piso helado.
Todo el mapa cromático y aromado de nuestra comida está abrazado por el arroz. Los fríjoles que todos adoramos, los fríjoles que mi mamá nos daba todos los sábados –ella, que era paisa, decía “frisoles”– vierten su jugo carmelito y salado en la cama dulce del arroz. Incluso ya sin las pepas, sin los granos, el solo jugo de los fríjoles en compañía del arroz es como una canción del final del almuerzo. Un último don del sábado y de la vida apacible y simple de antes. De antes del desmadre que se vendría. Y allí estaba el arroz.
¿Y el arroz con un huevo frito, ah? ¿Qué tal eso? Romper la yema y ver esparcirse y mezclarse el almíbar amarillo con los granos blancos y tibios del arroz. Y ahí llega la sal, impostergable, justa, precisa, y nos acaba llevando a unos niveles de felicidad que pocas cosas nos pueden dar en esta vida. Y eran tan simples, tan sencillas. No había que enriquecerse ni derrotar a nadie. Era la vida que emanaba de un poco de arroz en el plato.
Mi papá –glotón, panzón, de bigote entrecano, con sus ojos avellanados, brillantes– se comía, digo, al final de la comida, ya después de haber terminado, un último plato de arroz, pero solo con aceite de oliva y mucha sal, y entonces ya entendía que podía seguir adelante con su vida y sus asuntos. Asuntos graves y solemnes muchas veces, como su siesta.
Un poco de arroz caliente en el caldo viscoso y alegre y burbujeante del ajiaco. El arroz mezclado con el jugo de la carne rosada y bien tostada por fuera. O en Nochebuena, el arroz con el jugo del pavo. Carmen le pone esa noche al arroz unas hojuelas de almendra salada, pequeñitas, que van cantando en los brazos del arroz pardo y tostado. Ya por fin ha llegado diciembre. Y estamos juntos y nos miramos y sonreímos. Y allí el arroz…
¿Y con la carne molida? El maromero, que llamamos. Y con el hogo de unas papas, qué tal esa combinación que no sospechamos cuando recién nos sentamos. Nos llega como caída del cielo y, cuando nos damos cuenta, cuando ya la vimos y la imaginamos y la preparamos cuidadosamente, nos hace correr por la boca unos hilos de saliva y de fruición y de esperanza.
Vaya, cuánto debemos al arroz.