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“Un bel morir”

Gonzalo Mallarino Flórez

04 de julio de 2023 - 09:05 p. m.

Sí, un bel morir tutta una vita onora, escribió Petrarca: una bella muerte honra toda una vida.

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Acaso el gran poeta asimilaba eso de la bella muerte a una muerte heroica, una gran muerte, una muerte espléndida y resonante. La muerte de un gran hombre, que coronaría una gran vida. Con panteón, estatua de mármol, oda o retrato de un gran pintor.

Hoy, todo eso parece pasado de moda, un anacronismo. Cualquier mujer cabeza de familia en Colombia, me parece, es heroica, y mucho más que los “grandes” reyes y guerreros del pasado. Cualquier mujer en el campo que labra su parcela y un día sale volando a media noche para que la guerrilla no se les lleve a los hijos e hijas, es más heroica y valerosa que un gran general que viajaba miles de kilómetros para conquistar y esclavizar a otras naciones. Cualquier mujer que en una escuela rural le enjuga a un niño, con las yemas de sus dedos, las lágrimas de desesperanza o de miedo tiene más valor que morir “por el acero” en una grandiosa batalla del pasado.

En fin, un bello endecasílabo de Petrarca, pero un anacronismo…

Yo no soy un gran hombre, no estoy “forzado” a una gran muerte. Yo he querido hondamente a los míos, hice algunos goles de gran belleza y he escrito unos versos y unas novelas. Nada más. Nada importante. Nada mejor que la mesa de un carpintero o el ánfora que hace con las manos callosas un alfarero. Son los oficios de las personas.

Ahora que “empiezo a entrar a la alameda de mi edad madura”, como le digo a Carmen, claro que sí, pienso en la muerte. Y solo pido que sea clemente, rápida, de rayo, con alguna compostura, con dulzura, con ternura a la hora de abrir las manos y dejar que todo se vaya como agua. Pero para nada heroica. A veces me quiero morir, por unos segundos al mes, me canso, me agoto, y como dice un amigo de mis entrañas, “ya estaría bien marchar”. Pero después vuelve el sol sobre las flores de los alcaparros, o el olor del pasto recién cortado, o la voz de Carmen y mis hijos, o la naricita dulce y los bostezos de mis nietos, y me agarro a la vida otra vez, a sus estaciones y constelaciones. Y no quisiera morir todavía, ir hacia la oscuridad, hacia el final permanente, hacia la extinción. Todavía no, me digo.

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Para mí, es mucho más importante Lesly, la niña indígena de trece años que salvó a sus hermanitos en la selva del Yarí, que Alejandro Magno o Napoleón. Mucho más. Sobre todo porque es niña es mujer. Toda esa “grandiosidad humana”, todo ese heroísmo se refiere, casi invariablemente, a los hombres. Es la creación de una historia patriarcal. Es un empobrecimiento del sentido verdadero de la humanidad.

La muerte… arriba decía lo de la extinción. Eso sí es un consuelo. Para los que no tenemos fe en un dios queda, por lo menos, esa certidumbre. Todo se acaba. Todo. No más expiaciones y culpas. No más cielos y paraísos. Nada. El final total. ¡Qué descanso!

El Cielo, como dijo alguien, es el recuerdo que los que tuvimos cerca guarden de nosotros cuando nos vayamos.

Por Gonzalo Mallarino Flórez

Escritor. Autor de varios libros de poesia y de ocho novelas, de las que hacen parte sus célebres Trilogía Bogotá y Trilogía de las Mujeres. Es frecuente colaborador de importantes periódicos y revistas
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