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Un recuerdo de Semana Santa

Gonzalo Mallarino Flórez

07 de abril de 2023 - 09:00 p. m.

Mi prima María Teresa tenía los ojos azules y una trenza rubia hasta la cintura. La vi por primera vez en la Semana Santa de 1969.

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Teníamos 11 años y nos morimos de amor con solo mirarnos. Éramos primos pero no nos conocíamos porque yo vivía en Cali. Ya he dicho mil veces que mi familia vivía en Santa Rita, un barrio de árboles inmensos en los que cantaban las chicharras y por el que pasaba un río. Al río bajaban unas mujeres negras a lavar. Llevaban el platón de ropa sobre la cabeza y con las manos libres desgajaban una mandarina. Eran altas, misteriosas, los niños las mirábamos...

Por entre las ramas de los árboles caían los bastones de luz del sol hasta mi cabeza, mientras pasaba la infancia y mis pestañas se cubrían de esporas y gorjeos. El aire era tan dulce y tan claro que parecía que respirábamos burbujas.

Pero María Teresa llegaría a mi corazón más tarde, en el campo de Sasaima. A los 11 años, como digo. Todo eso está en mis novelas, en Santa Rita y Matrimonio, sobre todo, y en muchos poemas. Y está en mi mente, anidado. Lo reconstruyo con los dedos tibios del recuerdo para poder dormirme, para apaciguar mis entrañas y las arañas negras de los malos pensamientos.

Me da solaz, me da dicha recordar esa Semana Santa.

Hoy mucho más, hoy Sábado Santo. Yo, que soy ateo como un piano, no pienso en el rabí de Galilea padeciendo en la cruz —que es, de todos modos, una imagen llena de fuerza y de belleza—, sino en mi amor por María Teresa. No viene con la Semana Santa la Pascua de Resurrección para mí, sino la pascua de celebración, del río y del sol en los ojos azules de María Teresa.

Por eso adoro la Semana Santa.

Porque el mundo fue más liviano y más dulce y más simple. Porque es cierto que se puede haber sido muy feliz en esta vida. Con poco. Solo con los días que nos besaban los vellos de los brazos y nos entibiaban las axilas. Solo con los ojos bañados por las lágrimas dulces del mediodía, bajo la palma de corozos.

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¡Vamos a pescar al río, Teresita! Vamos hasta la fábrica de té, para acercarnos a las hojas perfumadas. Vamos a “piedra blanca”, para hundirnos en el agua verde y transparente. Entremos en el bosque de las ceibas tomados de la mano y oigamos en las ramas altísimas los gritos de los loros. Sintamos en el pecho las resinas del campo, la tierra húmeda de la sombra donde tiemblan el grillo y la crisálida. Quedémonos para siempre allí, que afuera la vida puede ser oscura y miedosa. No salgamos nunca más, para que nunca nos crezcan las piernas y los brazos.

Si pudiéramos ir, si pudiéramos volver… ¿Cómo no supimos que ese tiempo no volvería? ¿Cómo no supimos que estábamos construyendo con las manos pequeñas la nostalgia que sentiríamos de viejos?

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Atesoro aquella Semana Santa en Sasaima. Y hoy la quisiera volver intemporal.

“Si todo tiempo es eternamente presente, todo tiempo es irredimible. (…) Lo que ha podido ser y lo que ha sido apuntan a un solo fin, que es siempre presente”.

Por Gonzalo Mallarino Flórez

Escritor. Autor de varios libros de poesia y de ocho novelas, de las que hacen parte sus célebres Trilogía Bogotá y Trilogía de las Mujeres. Es frecuente colaborador de importantes periódicos y revistas
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